sábado, 28 de diciembre de 2013

Jorge Luis Borges. Elogio de la sombra.




Elogio de la Sombra
(selección)


Heráclito

El segundo crepúsculo.
La noche que se ahonda en el sueño.
La purificación y el olvido.
El primer crepúsculo
La mañana que ha sido el alba.
El día que fue la mañana.
El día numeroso que será la tarde gastada.
El segundo crepúsculo.
Ese otro hábito del tiempo la noche.
La purificación y el olvido.
El primer crepúsculo...
El alba sigilosa y en el alba
la zozobra del griego.
¿Qué trama es esta
del será, del es y del fue?
¿Qué río es éste
por el cual corre el Ganges?
¿Qué río es éste cuya fuente es inconcebible?
¿Qué río es éste
que arrastra mitologías y espadas?
Es inútil que duerma.
Corre en el sueño, en el desierto, en un sótano.
El río me arrebata y soy ese río.
De una materia deleznable fuí hecho, de misterioso tiempo.
Acaso el manantial está en mí.
Acaso de mi sombra
surgen, fatales e ilusorios, los días.
 


Cambridge 

Nueva Inglaterra y la mañana.
Doblo por Craigie.
Pienso (yo lo he pensado)
que el nombre Craigie es escocés
y que la palabra crag es de origen celta.
Pienso (ya lo he pensado)
que en este invierno están los antiguos inviernos
de quienes dejaron escrito
que el camino esta prefijado
y que ya somos del Amor o del Fuego.
La nieve y la mañana y los muros rojos
pueden ser formas de la dicha,
pero yo vengo de otras ciudades
donde los colores son pálidos
y en las que una mujer, al caer la tarde,
regará las plantas del patio.
Alzo los ojos y los pierdo en el ubicuo azul.
Más allá están los árboles de Longfellow
y el dormido río incesante.
Nadie en las calles, pero no es un domingo.
No es un lunes,
el día que nos depara la ilusión de empezar.
No es un martes,
el día que preside el planeta rojo.
No es un miércoles,
el día de aquel dios de los laberintos
que en el Norte fue Odin.
No es jueves,
el día que ya se resigna al domingo.
No es un viernes,
el día regido por la divinidad que en las selvas
entreteje los cuerpos de los amantes.
No es un sábado.
No está en el tiempo sucesivo
sino en los reinos espectrales de la memoria.
Como en los sueños
detrás de las altas puertas no hay nada,
ni siquiera el vacío.
Como en los sueños,
detrás del rostro que nos mira no hay nadie.
Anverso sin reverso,
moneda de una sola cara, las cosas.
Esas miserias son los bienes
que el precipitado tiempo nos deja.
Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.


The unending gift

(Sólo los dioses pueden prometer, porque son inmortales.)
(También los hombres pueden prometer, porque en la promesa hay algo
inmortal).


Mayo 20, 1928

Ahora es invulnerable como los dioses.
Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer, ni la tisis, ni las

ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en
palabras.
Camina lentamente bajo los tilos; mira las balaustradas y las puertas, no
para recordarlas.
Ya sabe cuántas noches y cuántas mañanas le faltan.
Su voluntad le ha impuesto una disciplina precisa. Hará determinados actos,
cruzará previstas esquinas, tocará un árbol o una reja, para que el porvenir
sea tan irrevocable como el pasado.
Obra de esa manera para que el hecho que desea y que teme no sea otra
cosa que el término final de una serie.
Camina por la calle 49; piensa que nunca atravesará  tal o cual zaguán lateral.
Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos.
Piensa lo que nunca sabrá, si el día siguiente será un día de lluvia.
Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será,
durante algún tiempo, una anécdota.
Ahora es invulnerable como los muertos.
En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol. (Esto perdurará en la
memoria de otros.)
Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la
sangre. El espejo lo aguarda.
Se alisará el pelo, se ajustará el nudo de la corbata (siempre fue un poco
dandy, como cuadra a un joven poeta) y tratará de imaginar que el otro, el
del cristal, ejecuta los actos y que él, su doble, los repite. La mano no le
temblará cuando ocurra el último. Dócilmente, mágicamente, ya habrá
apoyado el arma contra la sien.
Así, lo creo, sucedieron las cosas.



Laberinto

No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.
No esperes que el rigor de tu camino
que tercamente se bifurca en otro,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino
como tu juez. No aguardes la embestida
del toro que es un hombre y cuya extraña
forma plural da horror a la maraña
de interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
en el negro crepúsculo la fiera.


El laberinto

Zeus no podría desatar las redes
de piedra que me cercan. He olvidado
los hombres que antes fui; sigo el odiado
camino de monótonas paredes
que es mi destino. Rectas galerías
que se curvan en círculos secretos
al cabo de los años. Parapetos
que ha agrietado la usura de los días.
En el pálido polvo he descifrado
rastros que temo. El aire me ha traído
en las cóncavas tardes un bramido
o el eco de un bramido desolado.
Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.


El Etnógrafo

   El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros. Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo a entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, las aventuras de la guerra o el álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una reserva, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previo, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, entre muros de adobe o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue.
   En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no revelarlo.
—¿Lo ata su juramento? —preguntó el otro.
—No es ésa mi razón —dijo Murdock—. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir.
—¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? —observaría el otro.
—Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad. 
Agregó al cabo de una pausa:
—El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.
El profesor le dijo con frialdad:
—Comunicaré su decisión al Consejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios?
Murdock le contestó:
—No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia. 
Tal fue en esencia el diálogo.
Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.


Las cosas

El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,
un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde
una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,
ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.


Junio, 1968

(…)
(Ordenar bibliotecas es ejercer,
de un modo silencioso y modesto,
el arte de la crítica.)
El hombre, que está ciego.
Sabe que ya no podrá descifrar
los hermosos volúmenes que maneja
y que no le ayudarán a escribir
el libro que lo justificará ante los otros,
pero en la tarde que es acaso de oro
sonríe ante el curioso destino
y siente esa felicidad peculiar
de las viejas cosas queridas.


El guardián de los libros

Ahí están los jardines, los templos y la justificación de los templos,
la recta música y las rectas palabras,
los sesenta y cuatro hexagramas,
los ritos que son la única sabiduría
que otorga el Firmamento a los hombres,
el decoro de aquel emperador
cuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo,
de suerte que los campos daban sus frutos
y los torrentes respetaban sus márgenes,
el unicornio herido que regresa para marcar el fin,
las secretas leyes eternas,
el concierto del orbe;
esas cosas o su memoria están en los libros
que custodio en la torre.
Los tártaros vinieron del Norte
en crinados potros pequeños;
aniquilaron los ejércitos
que el Hijo del Cielo mandó para castigar su impiedad,
erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas,
mataron al perverso y al justo,
mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta,
usaron y olvidaron a las mujeres
y siguieron al Sur,
inocentes como animales de presa,
crueles como cuchillos.
En el alba dudosa
el padre de mi padre salvó los libros.
Aquí están en la torre donde yazgo,
recordando los días que fueron de otros,
los ajenos y antiguos.
En mis ojos no hay días. Los anaqueles
están muy altos y no los alcanzan mis años.
Leguas de polvo y sueño cercan la torre.
¿A qué engañarme?
La verdad es que nunca he sabido leer,
pero me consuelo pensando
que lo imaginado y lo pasado ya son lo mismo
para un hombre que ha sido
y que contempla lo que fue la ciudad
y ahora vuelve a ser el desierto.
¿Qué me impide soñar que alguna vez
descifré la sabiduría
y dibujé con aplicada mano los símbolos?
mi nombre es Hsiang. Soy el que custodia los libros,
que acaso son los últimos,
porque nada sabemos del Imperio
y del Hijo del Cielo.
Ahí están en los altos anaqueles,
cercanos y lejanos a un tiempo,
secretos y visibles como los astros.
Ahí están los jardines, los templos.


Invocación a Joyce

Dispersos en dispersas capitales,
solitarios y muchos,
jugábamos a ser el primer Adán
que dio nombre a las cosas.
Por los vastos declives de la noche
que lindan con la aurora,
buscamos (lo recuerdo aún) las palabras
de la luna, de la muerte, de la mañana
y de los otros hábitos del hombre.
Fuimos el imagismo, el cubismo,
los conventículos y sectas
que las crédulas universidades veneran.
Inventamos la falta de puntuación,
la omisión de mayúsculas,
las estrofas en forma de paloma
de los bibliotecarios de Alejandría.
Ceniza, la labor de nuestras manos
y un fuego ardiente nuestra fe.
Tú, mientras tanto, forjabas
en las ciudades del destierro,
en aquel destierro que fue
tu aborrecido y elegido instrumento,
el arma de tu arte,
erigías tus arduos laberintos,
infinitesimales e infinitos,
admirablemente mezquinos,
más populoso que la historia.
Habremos muerto sin haber divisado
la biforme fiera o la rosa
que son el centro de tu dédalo,
pero la memoria tiene sus talismanes,
sus ecos de Virgilio,
y así en las calles de la noche perduran
tus infiernos espléndidos,
tantas cadencias y metáforas tuyas,
los oros de tu sombra.
Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra
un sólo hombre valiente,
qué importa la tristeza si hubo en el tiempo
alguien que se dijo feliz,
que importa mi perdida generación,
ese vago espejo,
si tus libros la justifican.
Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos
que ha rescatado tu obstinado rigor.
Soy los que no conoces y los que salvas.



Buenos Aires

¿Qué será Buenos Aires?
Es la Plaza de Mayo a la que volvieron, después de haber guerreado en el continente, hombres Cansados  y felices.
Es el dédalo creciente de luces que divisamos desde el avión y bajo el cual están la azotea, la vereda, el último patio, las cosas quietas.
Es el paredón de la Recoleta contra el cual murió, ejecutado, uno de mis mayores.
Es un gran árbol de la calle Junín que, sin saberlo, nos depara sombra y frescura.
Es una larga calle de casas bajas, que pierde y transfigura el poniente.
Es la Dársena Sur de la que zarpaban el Saturno y el Cosmos.
Es la vereda de Quintana en la que mi padre, que había estado ciego, lloró, porque veía las antiguas estrellas.
Es una puerta numerada, detrás de la cual, en la oscuridad, pasé diez días y diez noches, inmóvil, días y noches que son en la memoria un instante.
Es el jinete de pesado metal que proyecta desde lo alto su serie cíclica de sombras.
Es el mismo jinete bajo la lluvia.
Es una esquina de la calle Perú, en la que Julio César Dabove nos dijo que el peor pecado que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa.
Es Elvira de Alvear, escribiendo en cuidadosos cuadernos una larga novela, que al principio estaba hecha de palabras y al fin de vagos rasgos indescifrables.
Es la mano de Norah, trazando el rostro de una amiga que es también el de un ángel.
Es una espada que ha servido en las guerras y que es menos un arma que una memoria. 
Es una divisa descolorida o un daguerrotipo gastado, cosas que son del tiempo.
Es el día en que dejamos a una mujer y el día en que una mujer nos dejó.
Es aquel arco de la calle Bolívar desde el cual se divisa la Biblioteca.
Es la habitación de la Biblioteca, en la que descubrimos, hacia 1957, la lengua de los ásperos sajones, la lengua del coraje y de la tristeza.
Es la pieza contigua, en la que murió Paul Groussac.
Es el último espejo que repitió la cara de mi padre.
Es la cara de Cristo que vi en el polvo, deshecha a martillazos, en una de las naves de la Piedad.
Es una alta casa del Sur en la que mi mujer y yo traducimos a Whitman, cuyo gran eco ojalá resuene en esta página.
Es Lugones, mirando por la ventanilla del tren las formas que se pierden y pensando que ya no lo abruma el deber de traducirlas para siempre en palabras, porque este viaje será el último.
Es, en la deshabitada noche, cierta esquina del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándome que la muerte es una falacia.
No quiero proseguir; estas cosas son demasiado individuales, son demasiado lo que son, para ser también Buenos Aires.
Buenos Aires es la otra calle, la que no pisé nunca, es el centro secreto de las manzanas, los patios últimos, es lo que las fachadas ocultan, es mi enemigo, si lo tengo, es la persona a quien le desagradan  mis versos (a mi me desagradan también) , es la modesta librería en que acaso entramos  y que hemos olvidado, es esa racha de milonga silbada que no reconocemos y que nos toca, es lo que se ha perdido y lo que será, es lo ulterior, lo ajeno, lo lateral, el barrio que no es tuyo  ni mío, lo que ignoramos y queremos.


Fragmentos de un evangelio apócrifo

3. Desdichado el pobre en espíritu, porque bajo la tierra será lo que ahora
es en la tierra.
4. Desdichado el que llora, porque ya tiene el hábito miserable del llanto.
5. Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria.
6. No basta ser el último para ser alguna vez el primero.
7. Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la
tienen.
8. Feliz el que perdona a los otros y el que se perdona a si mismo.
Bienaventurados los mansos, porque no condescienden a la discordia.
10. Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que
nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable.
11. Bienaventurados los misericordiosos, porque su dicha esta en el ejercicio
de la misericordia y no en la esperanza de un premio.
12. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ven a Dios.
13. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia,
porque les importa más la justicia que su destino humano.
14. Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es.
15. Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea. Dios
la verá.
16. No hay mandamiento que no pueda ser infringido, y también los que digo
y los que los profetas dijeron.
17. El que matare por la causa de la justicia, o por la causa que el cree justa,
no tiene culpa.
18. Los actos de los hombres no merecen ni el fuego ni los cielos.
19. No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo.
Tu odio nunca será mejor que tu paz.
20. Si te ofendiere tu mano derecha, perdónala; eres tu cuerpo y eres tu
alma y es arduo, o imposible, fijar la frontera que los divide.
24. No exageres el culto de la verdad; no hay hombre que al cabo de un día,
no haya mentido con razón muchas veces. 25. No jures, porque todo
juramento es un énfasis.
26. Resiste al mal, pero sin asombro y sin ira. A quien te hiriere en la mejilla
derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te mueva el temor.
27. Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y
el único perdón.
28. Hacer el bien a tu enemigo puede ser obra de justicia y no es arduo;
amarlo, tarea de ángeles y no de hombres.
29. Hacer el bien a tu enemigo es el mejor modo de complacer tu vanidad.
30. No acumules oro en la tierra, porque el oro es padre del ocio, y este, de
la tristeza y del tedio.
31. Piensa que los otros son justos o lo serán, y si no es así, no es tuyo el
error.
32. Dios es más generoso que los hombres y los medirá con otra medida.
33. Da lo santo a los perros, echa tus perlas a los puercos; lo que importa es
dar.
34. Busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar . . .
39. La puerta es la que elige, no el hombre.
40. No juzgues al árbol por sus frutos ni al hombre por sus obras; pueden
ser peores o mejores.
41. Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber
es edificar como si fuera piedra la arena...
47. Feliz el pobre sin amargura o el rico sin soberbia.
48. Felices los valientes, los que aceptan con ánimo parejo la derrota o las
palmas.
49. Felices los que guardan en la memoria palabras de Virgilio o de Cristo,
porque éstas darán luz a sus días.
50. Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor.
51. Felices los felices.


Una Oración

Mi boca ha pronunciado y pronunciará, miles de veces y en los dos idiomas que me son íntimos, el padre nuestro, pero sólo en parte lo entiendo. Esta
mañana, la del día primero de julio de 1969, quiero intentar una oración que sea personal, no heredada. Sé que se trata de una empresa que exige una sinceridad más que humana. Es evidente, en primer término, que me está vedado pedir.
Pedir que no anochezcan mis ojos sería una locura; sé de millares de personas que ven y que no son particularmente felices, justas o sabias. El proceso del tiempo es una trama de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro.
 No puedo suplicar que mis errores me sean perdonados; el perdón es un acto ajeno y sólo yo puedo salvarme. El perdón purifica al ofendido, no al ofensor, a quien casi no le concierne. La libertad de mi albedrío es tal vez ilusoria, pero puedo dar o soñar que doy. Puedo dar el coraje, que no tengo; puedo dar la esperanza, que no está en mí; puedo enseñar la voluntad de aprender lo que sé apenas o entreveo. Quiero ser recordado menos como poeta que como amigo; que alguien repita una cadencia de Dunbar o de Frost o del hombre que vio en la medianoche el árbol que sangra, la Cruz, y piense que por primera vez la oyó de mis labios. Lo demás no me importa; espero que el olvido no se demore. Desconocemos los designios del universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos designios, que no nos serán revelados.
Quiero morir del todo; quiero morir con este compañero, mi cuerpo.


His End And His Beginning

   Cumplida la agonía, ya solo, ya solo y desgarrado y rechazado, se hundió en el sueño. Cuando despertó, lo aguardaban los hábitos cotidianos y los lugares; se dijo que no debía pensar demasiado en la noche anterior y, alentado por esa voluntad, se vistió sin apuro. En la oficina, cumplió pasablemente con sus deberes, si bien con esa incómoda impresión de repetir algo ya hecho, que nos da la fatiga. Le pareció notar que los otros desviaban la mirada; acaso ya sabían que estaba muerto. Esa noche empezaron las pesadillas; no le dejaban el menor recuerdo, sólo el temor de que volvieran. A la larga el temor prevaleció; se interponía entre él y la página que debía escribir o el libro que trataba de leer. Las letras hormigueaban y pululaban; los rostros, los rostros familiares, iban borrándose; las cosas y los hombres fueron dejándolo. Su mente se aferró a esas formas cambiantes, como en un frenesí de tenacidad.
   Por raro que parezca, nunca sospechó la verdad; ésta lo iluminó de golpe. Comprendió que no podía recordar las formas, los sonidos y los colores de los sueños; no había formas, colores ni sonidos, y no eran sueños. Eran su realidad, una realidad más allá del silencio y de la visión y, por consiguiente, de la memoria. Esto lo consternó más que el hecho de que a partir de la hora de su muerte, había estado luchando en un remolino de insensatas imágenes. Las voces que había oído eran ecos; los rostros, máscaras; los dedos de su mano eran sombras, vagas e insustanciales sin duda, pero también queridas y conocidas.
   De algún modo sintió que su deber era dejar atrás esas cosas; ahora pertenecía a este nuevo mundo, ajeno de pasado, de presente y de porvenir. Poco a poco este mundo lo circundó. Padeció muchas agonías, atravesó regiones de desesperación y de soledad. Esas peregrinaciones eran atroces porque trascendían todas sus anteriores percepciones, memorias y esperanzas. Todo el horror yacía en su novedad y esplendor. Había merecido la Gracia, desde su muerte había estado siempre en el cielo.


Un Lector

Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
No habré sido un filólogo,
no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa
mutación de las letras,
la de que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y de la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.
Mis noches están llenas de Virgilio;
haber sabido y haber olvidado el latín
es una posesión, porque el olvido
es una de las formas de la memoria, su vago sótano,
la otra cara secreta de la moneda.
Cuando en mis ojos se borraron
las vanas apariencias queridas,
los rostros y la página,
me di al estudio del lenguaje de hierro
que usaron mis mayores para cantar
espadas y soledades,
y ahora, a través de siete siglos,
desde la Última Thule,
tu voz me llega, Snorri Sturluson.
El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa
y lo hace en pos de un conocimiento preciso;
a mis años, toda empresa es una aventura
que linda con la noche.
No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte,
no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd;
la tarea que emprendo es ilimitada
y ha de acompañarme hasta el fin,
no menos misteriosa que el universo
y que yo, el aprendiz.


Elogio De La Sombra

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.

Pronto sabré quién soy. 


Jorge Luis Borges.