lunes, 30 de octubre de 2017

Olga Orozco. Los juegos peligrosos (1962)




OLGA OROZCO
LOS JUEGOS PELIGROSOS (1962)













Lo eterno es uno, pero tiene
muchos nombres
RIG-VEDA



LA CARTOMANCIA
Oye ladrar los perros que indagan el linaje de las sombras,
óyelos desgarrar la tela del presagio.
Escucha. Alguien avanza
y las maderas crujen debajo de tus pies como si huyeras sin cesar
    y sin cesar llegaras.
Tú sellaste las puertas con tu nombre inscripto en las cenizas de
    ayer y de mañana.
Pero alguien ha llegado.
Y otros rostros te soplan el rostro en los espejos
donde ya no eres más que una bujía desgarrada,
una luna invadida debajo de las aguas por triunfos y combates,
por helechos.

Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede
    venir.
Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.

¿Quién llama?,
¿pero quién llama desde tu nacimiento hasta tu
    muerte
con una llave rota, con un anillo que hace años fue enterrado?
¿Quiénes planean sobre sus propios pasos como una bandada
    de aves?
Las Estrellas alumbran el cielo del enigma.
Mas lo que quieres ver no puede ser mirado cara a cara
porque su luz es de otro reino.
Y aún no es hora. Y habrá tiempo.

Vale más descifrar el nombre de quien entra.
Su carta es la del Loco, con su paciente red de cazar mariposas.
Es el huésped de siempre.
Es el alucinado Emperador del mundo que te habita.
No preguntes quién es. Tú lo conoces
porque tú lo has buscado bajo todas las piedras y en todos los
    abismos
y habéis velado juntos el puro advenimiento del milagro:
un poema en que todo fuera ese todo y tú
—algo más que ese todo—.
Pero nada ha llegado.
Nada que fuera más que estos mismos estériles vocablos.
Y acaso sea tarde.

Veamos quién se sienta.
La que está envuelta en lienzos y grazna mientras hila deshilan-
    do tu sábana
tiene por corazón la mariposa negra.
Pero tu vida es larga y su acorde se quebrará muy lejos.
Lo leo en las arenas de la Luna donde está escrito el viaje,
donde está dibujada la casa en que te hundes como una estría
    pálida
en la noche tejida con grandes telarañas por tu Muerte hilandera.
Mas cuídate del agua, del amor y del fuego.

Cuídate del amor que es quien se queda.
Para hoy, para mañana, para después de mañana.
Cuídate porque brilla con un brillo de lágrimas y espadas.
Su gloria es la del Sol, tanto como sus furias y su orgullo.
Pero jamás conocerás la paz,
porque tu Fuerza es fuerza de tormentas y la Templanza llora de
    cara contra el muro.
No dormirás del lado de la dicha,
porque en todos tus pasos hay un borde de luto que presagia el
    crimen o el adiós,
y el Ahorcado me anuncia la pavorosa noche que te fue destinada.

¿Quieres saber quién te ama?
El que sale a mi encuentro viene desde tu propio corazón.
Brillan sobre su rostro las máscaras de arcilla y corre bajo su piel
    la palidez de todo solitario.
Vino para vivir en una sola vida un cortejo de vidas y de muertes.
Vino para aprender los caballos, los árboles, las piedras,
y se quedó llorando sobre cada vergüenza.
Tú levantaste el muro que lo ampara, pero fue sin querer la
    Torre que lo encierra:
una prisión de seda donde el amor hace sonar sus llaves de inso-
    bornable carcelero.
En tanto el carro aguarda la señal de partir:
la aparición del día vestido de Ermitaño.
Pero no es tiempo aún de convertir la sangre en piedra de me-
    moria.
Aún estáis tendidos en la constelación de los Amantes,
ese río de fuego que pasa devorando la cintura del tiempo que
    os devora,
y me atrevo a decir que ambos pertenecéis a una raza de náufragos
    que se hunden sin salvación y sin consuelo.

Cúbrete ahora con la coraza del poder o del perdón, como si
    no temieras,
porque voy a mostrarte quién te odia.
¿No escuchas ya batir su corazón como un ala sombría?
¿No la miras conmigo llegar con un puñal de escarcha a tu
    costado?
Ella, la Emperatriz de tus moradas rotas,
la que funde tu imagen en la cera para los sacrificios,
la que sepulta la torcaza en tinieblas para entenebrecer el aire
    de tu casa,
la que traba tus pasos con ramas de árbol muerto, con uñas en
    menguante, con palabras.
No fue siempre la misma, pero quienquiera que sea es ella misma,
pues su poder no es otro que el ser otra que tú.
Tal es su sortilegio.
Y aunque el Cubiletero haga rodar los dados sobre la mesa del
    destino,
y tu enemiga anude por tres veces tu nombre en el cáñamo
    adverso,
hay por lo menos cinco que sabemos que la partida es vana,
que su triunfo no es triunfo
sino tan sólo un cetro de infortunio que le confiere el Rey desha-
    bitado,
un osario de sueños donde vaga el fantasma del amor que no
    muere.

Vas a quedarte a oscuras, vas a quedarte a solas.
Vas a quedarte en la intemperie de tu pecho para que hiera quien
    te mata.
No invoques la Justicia. En su trono desierto se asiló la serpiente.
No trates de encontrar tu talismán de huesos de pescado,
porque es mucha la noche y muchos tus verdugos.
Su púrpura ha enturbiado tus umbrales desde el amanecer
y han marcado en tu puerta los tres signos aciagos
con espadas, con oros y con bastos.
Dentro de un círculo de espadas te encerró la crueldad.
Con dos discos de oro te aniquiló el engaño de párpados de
    escamas.
La violencia trazó con su vara de bastos un relámpago azul en
    tu garganta.
Y entre todos tendieron para ti la estera de las ascuas.
He aquí que los Reyes han llegado.
Vienen para cumplir la profecía.
Vienen para habitar las tres sombras de muerte que escoltarán
    tu muerte
hasta que cese de girar la Rueda del Destino.




ESPEJOS A DISTANCIA
I

Tú, testigo tan implacable y fiel como la piedra al sol del mediodía,
búscame en algún sitio donde sea más fuerte que el sabor del tiempo,
Tráeme desde algún lugar donde las aguas del diluvio hayan bajado,
Y yo esté allí aún,
envuelta con el manto de los invulnerables
después de toda prueba.

Y es como una burbuja desprendida de la espuma del cielo.
Veo abierta de par en par una ventana sólo para salir a la intemperie,
sólo para seguir este reguero de migajas sombrías que lleva hasta la muerte.
Veo un jardín inmenso sepultado en la huella de una pata de pájaro.
Y la casa que crece entre los sueños con raíces de locura furiosa,
la casa que simula a la distancia navíos y combates,
se ha levantado y anda debajo de la arena.
Veo unas gradas en las que retumba la cabeza del miedo
–olas, galope y trueno–,
cercenada de pronto por el primer cuchillo que guardo en la nostalgia.
Cae, cae conmigo hasta el regazo.
¡Oh piedad! ¡Oh sangre siempre insomne del corazón materno,
lúcida como la hierba me has guardado!
Y yo tengo en los ojos el tamaño de lo irrecobrable.
Soy apenas ese fulgor del oro perdido que cualquiera puede mirar desde sus propias lágrimas.

II

Tú, ladrón de la gloria y la miseria,
merodeador de tantas escenas
que se encienden después igual que un talismán en el fondo del alma,
desentierra el lejano amor del huésped,
ábreme las cavernas donde fui arrebatada con ese brillo de ascua,
déjame contemplar en la nostalgia de esas vivas estatuas que miran hacia atrás.

Y es un vapor que sube desde cada caldera donde me están hirviendo,
un vaho de salvajes corazones en el ritual del hambre,
un humo de expiación que asciende desde el fin de toda hoguera.
¿Quién era yo, desnuda, bajo esos velos de eternidad tejidos por la sed en el palacio de los espejismos?
Cara de cuenco blanco, hecha para beber el ácido brebaje del olvido:
no me puedo mirar.
¿Quién era yo en un lecho con orillas de río, en una barca en llamas que corría más allá del abismo?
Cara de cuenco rojo, roída por los dientes veloces del deseo:
quienquiera que te vio te ha perdido entre mil.
¿Quién era yo con una piedra de inocencia en cada mano para ahuyentar las invencibles sombras?
Cara de cuenco negro, trizada por el golpe del engaño:
nadie ha quedado en ti.
¿Quién era yo?
¿Quién era, puñado de cenizas?

III

Tú, cómplice de la rampa del abismo,
con ese brillo de ángel caído entre dos mundos,
ilumina este rostro que pugna por asomar desde mi nacimiento,
muéstrame a la que mide con mirada de siglos la distancia que me aparta de mí,
a la que marca con un tatuaje fúnebre todo cuanto me habita,
lo mismo que una herida.

Y es como una bujía que asciende desde el fondo del estanque.
Hay un fulgor de verde venenoso,
Una luna que avanza como la emanación de vegetales milenarios.
Ella pega sus mejillas de reina leprosa contra el cristal del invernáculo.
-Carne desconocida,
carne vuelta hacia adentro para sentir pasar el arenal del mundo,
carne absorta, arrojada a la costa por el desdén del alma-.
Yo no entiendo esta piel con que me cubren para deshabitarme.
No comprendo esta máscara que anuncia que no estoy.
¿Y estos ojos donde está suspendida la tormenta?
¿Esta mirada de ave embalsamada en mitad de su vuelo?
¿He transportado años esta desolación petrificada?
¿La he llevado conmigo para que me tapiara como un muro la tierra prometida?
Entonces, este cuerpo, ¿habrá estado alguna vez tan lejos de la vida
como ahora está lejos de su muerte?
Sin embargo la tierra en algún lado está partida en dos;
en algún lado acaba de cambiarse en una cifra inútil sobre las tablas de la revelación;
en algún lado,
donde yo soy a un tiempo la esfinge y la respuesta.
Que se calle mi nombre en esa boca como en un sepulcro.
Voy a empezar a hablar entre los muertos.
Voy a quedarme muda.




NO HAY PUERTAS
Con arenas ardientes que labran una cifra de fuego sobre el tiempo,
con una ley salvaje de animales que acechan el peligro desde su madriguera,
con el vértigo de mirar hacia arriba,
con tu amor que se enciende de pronto como una lámpara en medio de la noche,
con pequeños fragmentos de un mundo consagrado para la idolatría,
con la dulzura de dormir con toda tu piel cubriendo el costado del miedo,
a la sombra del ocio que abría tiernamente un abanico de praderas celestes,
hiciste día a día la soledad que tengo.

Mi soledad está hecha de ti.
Lleva tu nombre en su versión de piedra,
en un silencio tenso donde pueden sonar todas las melodías del infierno;
camina junto a mí con tu paso vacío,
y tiene, como tú, esa mirada de mirar que me voy más lejos cada vez,
hasta un fulgor de ayer que se disuelve en lágrimas, en nunca.

La dejaste a mis puertas como quien abandona la heredera de un reino del que nadie sale y al que jamás se vuelve.
Y creció por sí sola,
alimentándose con esas hierbas que crecen en los bordes del recuerdo
y que en las noches de tormenta producen espejismos misteriosos,
escenas con que las fiebres alimentan sus mejores hogueras.

La he visto así poblar las alamedas con los enmascarados que inmolan el amor
-personajes de un mármol invencible, ciego y absorto como la distancia-,
o desplegar en medio de una sala esa lluvia que cae junto al mar,
lejos, en otra parte,
donde estarás llenando el cuenco de unos años con un agua de olvido.
Algunas veces sopla sobre mí con el viento del sur
un canto huracanado que se quiebra de pronto en un gemido en la garganta rota de la dicha,
o trata de borrar con un trozo de esperanza raída
ese adiós que escribiste con sangre de mis sueños en todos los cristales
para que hiera todo cuanto miro.

Mi soledad es todo cuanto tengo de ti.
Aúlla con tu voz en todos los rincones.
Cuando la nombro con tu nombre
crece como una llaga en las tinieblas.

Y un atardecer levantó frente a mí
esa copa del cielo que tenía un color de álamos mojados y en la que hemos bebido el vino de eternidad de cada día,
y la rompió sin saber, para abrirse las venas,
para que tú nacieras como un dios de su espléndido duelo.
Y no pudo morir
y su mirada era la de una loca.

Entonces se abrió un muro
y entraste en este cuarto con una habitación que no tiene salidas
y en la que estás sentado, contemplándome, en otra soledad semejante a mi vida.




REPETICION DEL SUEÑO
Como una criatura alucinada
a quien yo sólo guiara la incesante rotación de la luna entre los médanos,
o como un haz de mariposas amarillas sumergidas por el farol de las tormentas
en el vértigo del miedo y de la oscuridad,
o quizás más aún como la ahogada que desciende hasta el fondo del estanque
girando con un lento remolino de adiós,
así voy convocada, sin remedio,
hasta alcanzar mi sombra de extranjera en la niebla,
hasta pasar los muros que llevan paso a paso a la condena,
hasta entrar en la noche en que el malhechor asume las apariencias del sueño
para mejor herir sin ningún desafío.
Ése es mi más allá tras la única puerta que se abre cada día hacia la misma jaula
en donde la costumbre grazna sobre sus alimentos del naufragio.

Él me espera vestido de terciopelo negro,
envuelto por la dulce pesadumbre del duelo que no llega jamás,
y su rostro vacío, fundiéndose en la nieve dorada de otro tiempo,
exhala una luz muerta,
un fulgor como de viejas lágrimas guardadas para la acusación.
Yo me acerco a través de esos relampagueantes espejismos de ayer que me anuncian una vez más mi propio sacrificio, pero debo llegar
Igual que un personaje prometido por las mareas del pasado para un día cualquiera,
a la hora azul pálido de las inmolaciones,
hasta un lugar que ahora es el sueño que se pierde conmigo y nadie sabe.
Porque ahora él separa con este solo golpe de cuchillo la envoltura del mundo
y abre de par en par los grandes cielos de las transformaciones.

Sin embargo, esta herida del corazón por donde salgo,
estas grandes sin fin por donde ruedo con la velocidad de la distancia,
estas aguas que giran y se aquietan de ponto para cristalizar en una sombra igual a mi destino,
me conducen de nuevo a la cárcel de espejos que arroja cada noche a la noche en que muero.

Aunque nada me diga al despertar que yo sea yo misma.




PARA SER OTRA
Una palabra oscura puede quedar zumbando dentro del corazón.
Una palabra oscura puede ser el misterio de otros nombres que tuve.
Una palabra oscura puede volver a levantar el fuego y la ceniza.

“Matrika Doléesa,
llora por mí.
Matrika Doléesa,
vuelve por mí.
Ven a buscar el ascua del esplendor
sepultada en mi mano”.

Y unas ramas sobre la cabeza bastan
para desenterrar una reina borrada por las plumas de un dominio salvaje.
Conservo de ese tiempo el tatuaje que deja una sombra de triste idolatría en todo cuanto toco,
una respiración de plantas sofocadas que exhalan un veneno semejante al sueño,
el puñado de piedras siemprevivas donde hierve la sangre de mis antepasados,
un poder en tinieblas encerrado por el vuelo de un pájaro
y esta máscara fúnebre que avanza desde el fondo de mi rostro cuando nadie me mira.
Entre las ceremonias del amor
ninguna comparable al matrimonio del sol y de la luna.
El sabor de los días es como un talismán que preservara del gusto de morir,
y el éxtasis y el pavor son como dos tormentas que vienen y se van
llevadas por el bostezo de una larga, larguísima pereza.

“Griska Soledama,
no llores por mí.
Griska Soledama,
no vuelvas por mí.
Rompe el cristal del invierno
donde guardas mis lágrimas”.

Y desde no sé dónde, los cabellos llorosos
anudados por unas cintas grises que despliegan un viaje de huérfana en la lluvia
vuelven con el color de la nostalgia.
He guardado ese rostro como de ramo hallado en una tumba,
un pedazo de vidrio para verme pasar embalsamada delante del cortejo de lo que nunca vuelve,
y las historias del amor o del miedo
labradas por el llanto sobre unas piedrecitas que señalan mi descenso al olvido.
Alguien llama a veces desde una casa que hunde sus raíces de arena en la distancia que llamamos nunca,
y otras veces despierto en mi memoria con el olor de los países donde nunca estuve.
Porque mi exilio está conmigo.
Cuando me alejo crezco, como las catedrales.
Quienes más me conocen me recuerdan como a una bujía apenas entrevista detrás de una ventana,
o las aparecidas que surgen desde el fondo del estanque en su ataúd de hierbas,
y llaman desde el costado de la luz a ciegas,
llaman.

“Darvantaran Sarolam,
junta nuestros despojos.
Darvantaran Sarolam,
búscanos la salida.
Toma el grano de trigo funerario,
tómalo desde el fondo de cada eternidad.”

Entonces, la que no duerme en mí
levanta la cabeza de sonámbula como una luminaria entre las colgaduras de la fiebre.
Siempre este gusto a sed,
esta mano que incendia con mi mano las grandes asambleas de la sombra,
esta mirada que no ve para mirar mejor debajo de las aguas.
Yo escarbo en mi memoria otra memoria como un desván en llamas
donde se ocultan cifras entretejidas con molduras,
enigmas disfrazados de falsos personajes de la ley,
revelaciones encubiertas con ropones de hiedra, entre restos de espejos,
poderes enmascarados por la promesa de la muerte.
Todo arde aquí, inmóvil en su envoltura inalcanzable.
Y alguien da la señal.
Las aguas suben en una estría azul que rompe las paredes.
Voy a poder mirar.
Voy a desenterrar la palabra perdida entre las ruinas de cada nacimiento.

¿Y este nombre secreto con que me nombran todos y se nombran?
Ya soy ajena en mí,
pero es este mundo entero quien emigra conmigo
como un solo organismo arrebatado de cada cautiverio, de cada soledad,
por esa bocanada de las grandes nostalgias.
Y de pronto, ¿este desgarramiento,
esta palpitación en medio de la noche que corta su atadura en la vena más honda de la tierra,
este fondo de barca que asciende sobre un lecho de plumaje celeste,
este portal aún entre la niebla,
este recuerdo del porvenir desde el comienzo de los siglos?
¿Quién soy? ¿Y dónde? ¿Y cuándo?




DIA PARA NO ESTAR
Vete, día maldito;
guarda bajo tus párpados de yeso la mirada de lobo que me olvida mejor;
camina sobre mí con tu paso salvaje, simulando un desierto entre el hambre y la sed,
para que todos crean que no estoy,
que soy una señal de adiós sobre las piedras;
cierra de par en par, lejos de mí, tus fauces sin crueldad y sin misericordia,
como si fuera ya la invulnerable,
aquella que sin pena puede probarse ya los gestos de los otros;
y tiéndete a dormir, bajo la ciega lona de los siglos,
el sueño en que me arrojas desde ayer a mañana:
esta escarcha que corre por mi cara.
Aun así, he de llegar contigo.
Aun así, has de resucitar conmigo entre los muertos.




EL ADIÓS
La sentencia era como esos calcos en que el relieve del amor deja un vacío semejante a sus culpas.
Me arrojaron al mundo en mi ataúd de hielo.
Una tierra sin nombre todavía corrió sobre este rostro con que habito en la desconocida:
era la tierra del castigo.
Era la hora en que comienzo a despertar entre los muertos con la evidencia de un anillo roto,
un vestido de momia desprendido de las vendas del cielo
y un espejo de sal donde puede leerse mi destino.
El porvenir no es nada más que mirar hacia atrás.

Debajo de esas nubes desgarradas
hay una casa en llamas
en donde los amantes trasmutaban en oro de eternidad el resplandor de un día,
o tomaban las apariencias de ladrones de pájaros
aprisionando entre los hilos del ocio las metamorfosis de sus propias imágenes.
Hay una luz dorada que hiere hasta las lágrimas;
hay un lecho también
como una barca invadida por el follaje del deseo
-unas hojas carnosas que exhalan el perfume de los más largos viajes-.
Y había siempre y nunca
como ahora vueltos de pronto boca abajo.

Corazón repudiado,
animal aterido en uno de los dos costados de tu sangre,
ignorabas entonces que tendrías la forma de un retablo de la creación hecho pedazos,
que alguna vez la noche del adiós te nombraría en voz muy baja
como nombra la soledad a sus testigos,
o como llaman aquellos que se van a los que nunca vuelven.

Ahora, de espaldas contra el muro que custodia el guardián de todo nacimiento,
sólo te quedan las apariciones,
el fantasma de un tiempo que gritará contigo en el estanque muerto de algún sueño,
cuando él duerme, tan lejos en su adiós.
Un soborno de plumas para una ley de fuego.




PARA HACER UN TALISMÁN
Se necesita sólo tu corazón
hecho a la viva imagen de tu demonio o de tu dios.
Un corazón apenas, como un crisol de brasas para la idolatría.
Nada más que un indefenso corazón enamorado.
Déjalo a la intemperie,
donde la hierba aúlle sus endechas de nodriza loca
y no pueda dormir,
donde el viento y la lluvia dejen caer su látigo en un golpe de azul escalofrío
sin convertirlo en mármol y sin partirlo en dos,
donde la oscuridad abra sus madrigueras a todas las jaurías
y no logre olvidar.
Arrójalo después desde lo alto de su amor al hervidero de la bruma.
Ponlo luego a secar en el sordo regazo de la piedra,
y escarba, escarba en él con una aguja fría hasta arrancar el último grano de esperanza.
Deja que lo sofoquen las fiebres y la ortiga,
que lo sacuda el trote ritual de la alimaña,
que lo envuelva la injuria hecha con los jirones de sus antiguas glorias.
Y cuando un día un año lo aprisione con la garra de un siglo,
antes que sea tarde,
antes que se convierta en momia deslumbrante,
abre de par en par y una por una todas sus heridas:
que las exhiba al sol de la piedad, lo mismo que el mendigo,
que plaña su delirio en el desierto,
hasta que sólo el eco de un nombre crezca en él con la furia del hambre:
un incesante golpe de cuchara contra el plato vacío.

Si sobrevive aún,
si ha llegado hasta aquí hecho a la viva imagen de tu demonio o de tu dios;
he ahí un talismán más inflexible que la ley,
más fuerte que las armas y el mal del enemigo.
Guárdalo en la vigilia de tu pecho igual que a un centinela.
Pero vela con él.
Puede crecer en ti como la mordedura de la lepra;
puede ser tu verdugo.
¡El inocente monstruo, el insaciable comensal de tu muerte!




SI ME PUEDES MIRAR
Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,
quien derriba la noche con un grito y la tira a tus pies como un telón caído
para que no te quedes allí, del otro lado,
donde tan sólo alcanzas con tus manos de ciega a descifrarme en medio de un muro de fantasmas hechos de arcilla ciega.
Madre: tampoco yo te veo,
porque ahora te cubren las sombras congeladas del menor tiempo y la mayor distancia,
y yo no sé buscarte,
acaso porque no supe aprender a perderte.
Pero aquí estoy, sobre mi pedestal partido por el rayo,
vuelta estatua de arena,
puñado de cenizas para que tú me inscribas la señal,
los signos con que habremos de volver a entendernos.
Aquí estoy, con los pies enredados por las raíces de mi sangre en duelo,
sin poder avanzar.
Búscame entonces tú, en medio de este bosque alucinado
donde cada crujido es tu lamento,
donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no entiendo,
donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad,
y cada resplandor, la lámpara que enciendes para que no me pierda entre las galerías de este mundo.
Y todo se confunde.
Y tu vida y tu muerte se mezclan con las mías como las máscaras de las pesadillas.
Y no sé dónde estás.
En vano te invoco en nombre del amor, de la piedad o del perdón,
como quien acaricia un talismán,
una piedra que encierra esa gota de sangre coagulada capaz de revivir en el más imposible de los sueños.
Nada. Solamente una garra de atroces pesadumbres que descorre la tela de otros años
descubriendo una mesa donde partes el pan de cada día,
un cuarto donde alisas con manos de paciencia esos pliegues que graban en mi alma la fiebre y el terror,
un salón que de pronto se embellece para la ceremonia de mirarte pasar
rodeada por un halo de orgullosa ternura,
un lecho donde vuelves de la muerte sólo por no dolernos demasiado.
No. Yo no quiero mirar.
No quiero aprender otra vez el nombre de la dicha en el momento mismo en que roen su rostro los enormes agujeros,
ni sentir que tu cuerpo detiene una vez más esa desesperada marea que lo lleva,
una vez más aún,
para envolverme como para siempre en consuelo y adiós.
No quiero oír el ruido del cristal trizándose,
ni los perros que aúllan a las vendas sombrías,
ni ver cómo no estás.
Madre, madre, ¿quién separa tu sangre de la mía?,
¿qué es eso que se rompe como una cuerda tensa golpeando las entrañas?,
¿qué gran planeta aciago deja caer su sombra sobre todos los años de mi vida?
¡Oh, Dios! Tú eras cuanto sabía de ese olvidado país de donde vine,
eras como el amparo de la lejanía,
como un latido en las tinieblas.
¿Dónde buscar ahora la llave sepultada de mis días?
¿A quién interrogar por el indescifrable misterio de mis huesos?
¿Quién me oirá si no me oyes?
Y nadie me responde. Y tengo miedo.
Los mismos miedos a lo largo de treinta años.
Porque día tras día alguien que se enmascara juega en mí a las alucinaciones y a la muerte.
Yo camino a su lado y empujo con su mano esa última puerta,
esa que no logró cerrar mi nacimiento
y que guardo yo misma vestida con un traje de centinela funerario.
¿Sabes? He llegado muy lejos esta vez.
Pero en el coro de voces que resuenan como un mar sepultado
no está esa voz de hoja sombría desgarrada siempre por el amor o por la cólera;
en esas procesiones que se encienden de pronto como bujías instantáneas
no veo iluminarse ese color de espuma dorada por el sol;
no hay ninguna ráfaga que haga arder mis ojos con tu olor a resina;
ningún calor me envuelve con esa compasión que infundiste a mis huesos.
Entonces, ¿dónde estás?, ¿quién te impide venir?
Yo sé que si pudieras acariciarías mi cabeza de huérfana.
Y sin embargo sé también que no puedes seguir siendo tú sola,
alguien que persevera en su propia memoria,
la embalsamada a cuyo alrededor giran como los cuervos unos pobres jirones de luto que alimenta.
Y aunque cumplas la terrible condena de no poder estar cuando te llamo,
sin duda en algún lado organizas de nuevo la familia,
o me ordenas las sombras,
o cortas esos ramos de escarcha que bordan tu regazo para dejarlos a mi lado cualquier día,
o tratas de coser con un hilo infinito la gran lastimadura de mi corazón.




LA CAÍDA
Estatua del azul, deshabitada,
bella estatua de sal,
desconocida fatalidad adonde voy con los ojos abiertos y la memoria a ciegas:
¿eres tú quien me llama con una gran nostalgia, fuerte como el amor?
¿eres tú quien me aspira de pronto hacia la ronca garganta de los siglos?
¿eres acaso tú, incesante comienzo de mi culpa?
(¡Oh alma!, ¿adónde vas?,
¿adónde vas con las tinieblas y la luz como dos alas abiertas para el vuelo?).
Estatua del azul: yo no puedo volver.
Me exilaste de ti para que consumiera tu lado tenebroso.
Y aún tengo las dos cara con que rodé hasta aquí, igual que una moneda;
y la piedra que anudaste a mi cuello para que fuese dura la caída;
Y la sombra que arrastro
—esta mancha de escarnio que pregona tu condena en el mundo—.
(¡Oh, sangre! ¿adónde vas?
¿adónde vas como el doble de Dios y con la espada hundida en tu costado?).
Bella estatua de sal: tú no puedes llegar.
Te desterraste en mí para escarbarme con uñas y con dientes,
para cavar debajo de mi corazón esta tumba del cielo
donde caes y caes expiación hacia abajo y plegaria hacia adentro.
Reconoce la herida: mírala en todas partes.
Es la desgarrada con que habitas en todo cuanto miro,
el paraíso roto,
la señal del exilio que te lleva a partir y a volver a nacer en este mismo oficio de tinieblas,
la morada de paso para el crimen,
el pecado de muerte que te convierte en juez, en mártir y en verdugo
hasta que se desprenda en negro polvo la mascarilla última,
esa que te recubre con la cara del hombre.

¡Oh Dios, mitad de Dios cautiva de Dios mismo!
¿Quién llama cuando llamo? ¿Quién? ¿Quién pide socorro desde todas partes?
Hay aquí una escalera,
una sola escalera sin tinieblas para el día tercero.




LLEGA EN CADA TORMENTA
¿Y no sientes acaso tú también un dolor tormentoso sobre la piel del tiempo,
como de cicatriz que vuelve a abrirse allí
donde fue descuajado de raíz el cielo?
¿Y no sientes a veces que aquella noche junta sus jirones en un ave agorera,
que hay un batir de alas contra el techo,
como un entrechocar de inmensas hojas de primavera en duelo
o de palmas que llaman a morir?
¿Y no sientes después que el expulsado llora,
que es un rescoldo de ángel caído en el umbral,
aventado de pronto igual que la mendiga por una ráfaga extranjera?
¿Y no sientes conmigo que pasa sobre ti
una casa que rueda hacia el abismo con un chocar de loza trizada por el rayo,
con dos trajes vacíos que se abrazan para un viaje sin fin,
con un chirriar de ejes que se quiebran de pronto como las rotas frases del amor?
¿Y no sientes entonces que tu lecho se hunde como la nave de una catedral arrastrada por la caída de los cielos,
y que un agua viscosa corre sobre tu cara hasta el juicio final?

Es otra vez el légamo.
De nuevo el corazón arrojado en el fondo del estanque,
prisionero de nuevo entre las ondas con que se cierra un sueño.

Tiéndete como yo en esta miserable eternidad de un día.
Es inútil aullar.
De esta agua no beben las bestias del olvido.




PARA DESTRUIR A LA ENEMIGA
Mira a la que avanza desde el fondo del agua borrando el día con sus manos,
vaciando en piedra gris lo que tú destinabas a memoria de fuego,
cubriendo de cenizas las más bella estampas prometidas por las dos caras de los sueños.
Lleva sobre su rostro la señal:
ese color de invierno deslumbrante que nace donde mueres,
esas sombras como de grandes alas que barren desde siempre todos los juramentos del amor.

Cada noche, a lo lejos, en esa lejanía donde el amante duerme con los ojos abiertos a otro mundo adonde nunca llegas,
ella cambia tu nombre por el ruido más triste de la arena;
tu voz, por un sollozo sepultado en el fondo de la canción que nadie ya recuerda;
tu amor, por una estéril ceremonia donde se inmola el crimen y el perdón.
Cada noche, en el deshabitado lugar adonde vuelves,
ella pone a secar la cifra de tu edad al bajar la marea,
o cose con el hilo de tus días la noche del adiós,
o prepara con el sabor del tiempo más hermoso ese turbio brebaje que paladeas en la soledad,
ese ardiente veneno que otros llaman nostalgia
y que tan lentamente transforma el corazón en un puñado de semillas amargas.

No la dejes pasar.
Apaga su camino con la hoguera del árbol partido por el rayo.
Arroja su reflejo donde corran las aguas para que nunca vuelva.
Sepulta la medida de su sombra debajo de tu casa para que por su boca la tierra la reclame.
Nómbrala con el nombre de lo deshabitado.
Nómbrala con el frío y el ardor,
con la cera fundida como una nieve sucia donde cae la forma de su vida,
con las tijeras y el puñal,
con el rastro de la alimaña herida sobre la piedra negra,
con el humo del ascua,
con la fosa del imposible amor abierta al rojo vivo en su costado,
con la palabra de poder
nómbrala y mátala.

Y no olvides sepultar la moneda.
Hacia arriba la noche bajo el pesado párpado del invierno más largo.
Hacia abajo la efigie y la inscripción:
“Reina de las espadas,
Dama de las desdichas,
Señora de las lágrimas:
en el sitio en que estés con dos ojos te miro,
con tres nudos te ato,
la sangre te bebo
y el corazón te parto”.

Si miras otra vez en el fondo del vaso,
sólo verás ahora una descolorida cicatriz cuyos bordes se cierran donde se unen las aguas,
pero pueden abrirse en otra herida, adonde nadie sabe.

Porque ella te fue anunciada en el séptimo día,
—en el día primero de tu culpa—,
y asumiste su nombre con el tuyo,
con los nombres vacíos, con el amor y con el número,
con el mismo collar de sal amarga que anuda la condena a tu garganta.




ENTRE PERRO Y LOBO
Me clausuran en mí.      
Me dividen en dos.
Me engendran cada día en la paciencia
y en un negro organismo que ruge como el mar.      
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:      
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la furia a solas,      
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes manadas.
No consigo saber quién es el amo aquí.      
Cambio bajo mi piel de perro a lobo.
Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas      
las planicies del porvenir y del pasado;
yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños muertos entre celestes pastizales.
Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera que vaya,      
o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la
invasión del enemigo.      
Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al corazón,
y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia en el lomo.      
Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,
y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los hombres      
un aterciopelado veneno de piedad que raspa en las entrañas.
He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:      
he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,
y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.      
Pero ¿quién vence en mí?
¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la sábana del sueño?      
¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis propios dientes?




SOL EN PISCIS
Solamente los muertos conocen el reverso de las piedras.
Solamente las piedras conocen el reverso de los muertos.
Lo sé.
A veces las estatuas vuelven a abrir en mí ciertas heridas
o toman el color de las acusaciones que me impiden dormir.
Pero hay pruebas que nadie quiere ver.
Se atribuyen al tiempo, a las tormentas,
a la sombra de pájaro con que los días se alzan o se dejan caer sobre la tierra.
Nadie quiere pensar que hay muchas muertes por cada corazón.
Tantas como muertos nos lloren.
Tantas como piedras los sigan lamentando.

Existe una canción que entre todos levantan desde los fríos labios de la hierba.
Es un grito de náufragos que las aguas propagan borrando los umbrales para poder pasar,
una ráfaga de alas amarillas,
un gran cristal de nieve sobre el rostro,
la consigna del sueño para la eternidad del centinela.

¿Dónde están las palabras?
¿Dónde está la señal que la locura borda en sus tapices a la luz del relámpago?
Escarba, escarba donde más duela en tu corazón.
Es necesario estar como si no estuvieras.

He aquí el pequeño guijarro recogido para la gran memoria.
De este lado no es más que un pedazo de lápida sin inscripción alguna.
Y sin embargo desde allá es como un talismán que abre las puertas de mi vida.
Por sus meandros azules llego a veces más allá de mis venas:
cerraduras que giran contra la misteriosa rotación de los años,
vértigos de contínuas despedidas que ahora me despiden a través de mis lágrimas de entonces,
hasta ser nada más que una cinta brillante,
un fulgor que ilumina ese fondo de abismo donde caigo hacia el fondo del cielo,
tan ávido como el tambor que invoca las tormentas.

Heroína de miserias, balanceándote ahora casi al borde de tu alma,
no mires hacia atrás, no te detengas,
mientras arde a lo lejos la galería de las apariencias,
las máscaras del sueño que labraste sobre ciegas cortezas para poder vivir.

A solas con tu nombre, contra el portal resplandeciente,
a solas con la herida del exilio desde tu nacimiento,
a solas con tu canción y tu bujía de sonámbula para alumbrar los rostros de los desenterrados;
porque ésa es la ley.
A solas con la luna que arrastra en las mareas del más alto jardín de la memoria
un rumor de leyendas desgarradas por la crueldad de la distancia:
“Cuando llegues del otro lado de ti misma
podrás reconocer el puñal que enterraste para que ti vinieras despojada de todo poderío.
Si avanzas más allá
encontrarás la fórmula que yace bajo los centelleos de todos los delirios.
Si consigues pasar
alcanzarás la Rueda que avanza hacia el poniente.”

Pero no hay arma alguna que arrebate a mi vida su inocencia,
ni retablo enterrado en cuyo espejo de oro se abran las flores de otros mundos,
ni carruaje que avance con el rayo.

Sin embargo, esta palabra sin formular,
cerrada como un aro alrededor de mi garganta,
ese ruido de tempestad guardada entre dos muros,
esas huellas grabadas al rojo vivo en las fosforescencias de la arena,
conducen a este círculo de cavernas salvajes
a las que voy llegando después de consumir cada vida y su muerte.
Celdas tornasoladas del adiós para siempre, para nunca,
y cada una se abre hacia las otras con la fisura de una gran nostalgia
por donde pasa el soplo de los siglos,
la mariposa gris que envuelve con sus nieblas al huésped solitario,
a ese que ya fui o al que no he sido en este y otros mundos.
El que entreteje sus coronas con la ceniza de la tierra,
el que reluce con cabeza de león como un sol heráldico entre las tinieblas,
el que sueña conmigo como con una cárcel de muros transparentes,
esta que soy queriendo guardar la eternidad en el polvo de cada sonrisa,
el que se cubre con ropajes de águila para volar más lejos que la mirada de los hombres,
los que habitan aquí o en otro lado lejos de las investiduras de la sangre
y no puedo nombrar,
y el que rescatará las coraza de luz
-su día levantado palmo a palmo con la noche de los otros-
para cruzar la última puerta el arcano.

Oh, sombra de claridad sobre mi rostro,
relámpago entrevisto desde el fondo del agua:
tu signo estágrabado sobre todas las frentes para la ceremonia de la duración,
para la travesía de todos los recintos en cuyo fondo te alzas como una llamarada de la gran añoranza,
como los espejismos de un perdido país anunciado por el sueño y la sed,
el miedo y la nostalgia,
y el insaciable tiempo que llevamos de migración en migración
como una brasa que quema demasiado.

Todos los grandes vértigos del alma nacen del otro lado de las piedras.




HABITACIÓN CERRADA
No hay crespones.
Ni carteles que digan que se han ido como todos los días.
Pero la hierba muda en el umbral ¿no te recuerda nada?
¿No te recuerda acaso a la sonámbula que vela en los espejos
para que nada invada nada?
¿No eres acaso tú vista del otro lado,
tú, con tus ojos de mirar más lejos?
La que aprendió el terror en los signos del humo,
o la que abrió una estría en el tabique de los sueños ajenos para verse morir,
puede decirte ahora si se han muerto o si yacen dormidos.
¡Has visto tantas veces cruzar sobre la fase más triste de la luna
el semblante de aquellos que ya estaban muy altos!
¿Cómo no has de poder desentrañar entonces lo último que fuiste tras la última puerta del amor,
aunque tu llave sea ya como una antorcha debajo de las aguas?
“Si.
Ella se convirtió en cera transparente.
Pero allí en el costado de la condenación
su pecho se ha fundido en una flor abierta contra un cristal de invernadero.
Él se quedó envuelto en hielo.
Pero allí en el costado de los remordimientos
los días sin vivir se abren como la onda de la piedra en el lago.
No sé si hay que llorar.
Ambos están tendidos en su abrazo de adiós
arrebatado para siempre a los mármoles del cielo
y a las losas sangrientas del infierno.”
Es una hermosa historia para noches de escarcha, junto al fuego,
cuando en cada mirada se humedece la cinta de las degollaciones.
(Oh, sí, los crímenes del amor,
los inmolados de hoy por la fe de mañana.)
Mas no están muertos, no.
¿No alcanzas a escuchar el susurro de cada promesa, de cada abandono,
como un cordaje tenso sumergido en la almohada?
O acaso sea el roce de un ala de nostalgia contra la urdidumbre de la noche.
O tal vez simplemente el zumbido del tiempo tatuando la esperanza sobre el corazón.
Lo cierto es que algo vibra,
algo palpita allí entre labios de piedra
que no fueron cerrados para guardar el canto de la sangre cernida por el polvo,
sino un rumor que sólo reconocen los que deben volver:
el desvarío del porvenir en la garganta del pasado.
Tú, la deshabitada,
¿no oyes que resuena dentro de ti lo mismo que el llamado en la casa vacía?

Él lo estará escuchando dondequiera que esté.




EN DONDE LA MEMORIA ES UNA TORRE EN LLAMAS
No, ninguna caída logró trocarse en ruinas
porque yo alcé la torre con ascuas arrancadas de cada infierno del corazón.
Tampoco ningún tiempo pronunció ningún nombre con su boca de arena
porque de grada en grada un lenguaje de fuego los levantó hasta el cielo.

Nadie se muere aquí.
Una criatura vela
envuelta entre sus plumas de ángel invulnerable
jugando con ayer convertido en mañana.
Vuelve a escarbar con un trozo de espejo los terrenos prohibidos,
la oscuridad sin nombre todavía,
para entregar a cada huésped la llave al rojo vivo que abrirá cualquier puerta hacia este lado,
una consigna de sobreviviente
y las semillas de su eternidad
—un áspero alimento con un sabor a sed que nunca cesa—.

Nadie se pierde aquí.
A la entrada de cada laberinto
la adolescente aguarda con un ovillo sin fin entre las manos.
Otra vez del costado donde perdura el eco,
una vez más del lado que se abre como un faro hacia la soledad,
hay un hilo que corre solamente desde siempre hasta nunca,
que ata con unos nudos invencibles las ligaduras de la separación.
Con ese mismo hilo tejía sus disfraces de araña la impostura
y el estrangulador, noche tras noche, preparaba su lazo mejor para mañana.
Pero ella sonríe aún detrás de su cristal de azul melancolía
escribiendo sobre el vaho de las nuevas traiciones las más viejas promesas
con un tizón ardiendo,
para que nadie pierda la señal,
para que a nadie borre ni siquiera el perdón.

Nadie sale de aquí.
Yo convierto los muros de ansiosas hogueras que alimento con sal de la nostalgia,
con raíces roídas hasta el frío del alma por la intemperie y el destierro.
Yo cierro con mis ojos todas las cerraduras.
No hay grieta que se entreabra como en una sonrisa para burlar la ley,
ni tierra que se parta en la vergüenza,
ni un portal de cenizas labrado por la cólera, el sueño o el desdén.
Nada más que este asilo de paso hacia el final,
donde siempre es ahora en todas partes al sol de la vigilia,
donde los corredores guardan bajo sus alas de ladrones de adiós a todo mensajero del destino,
donde las cámaras de las torturas se abren en una escena de dicha o infortunio que ninguna distancia consigue restañar,
y por cada escalera se asciende una vez más hasta el fondo de la misma condena.

Esta es la torre en llamas en medio de las torres fantasmas del invierno
que huelen a guarida de una sola estación,
a sótano cerrado sobre unas aguas quietas que nadie quiere abrir.
A veces sus emisarios vienen para trocar cada cautivo ardiente por una sombra en vuelo.
Entonces oigo el coro de las apariciones.
Llaman áridamente igual que una campana sepultada.
Zumban como un enjambre elaborando para mi memoria un ataúd de reina helada en el exilio.

Mis días en los otros ya no son nada más que una semilla seca,
un hilo roto,
la irrevocable momia del olvido.




FERIA DEL HOMBRE
Ésta es la barraca del hambre hecha con piel de lobo y vaho del invierno.
Cuando entras, los disfraces acaban de llegar.
Elige el que convenga a tu gran aventura,
el que mejor te encubra entre las cuatro tablas de tu ley.
Sólo te falta el arma con que al matar te mates.
Yo elegí los delirios, las magias y el amor.

Aquí comienza la madriguera de los sobrevivientes.
Son los que están de pie, sobre el pecho roído de los otros.
Se alimentan con sal de las memorias,
con la harina enlutada de alguna eternidad,
con el vino sagrado que destilan los corazones fieles.
Cada día la mano llega y los parte en dos con un golpe de acero:
la cabeza en las nubes, el cuerpo en un abismo.
Pero mitad y mitad, como la culpa y el remordimiento,
se juntan cada día en un solo castigo.
Es un juego que empieza con la inocencia del amor, en un cristal de miedo,
y que sigue después y más tarde hasta nunca en los negros espejos de la soledad.

Ese tren que se acerca envuelto en llamas
es ese tren fantasma que atraviesa todos los aposentos y no llega jamás.
Corre con la velocidad de los deseos
arrastrando el jadeo de las fiebres y el humo del olvido.
Cuando miras acaba de pasar.
Sólo queda el latido de un tiempo inalcanzable.
Es un tren del adiós.
Es un tren de viajeros condenados a contemplar el mundo en una polvareda.
De una estación a otra, de un verano a un otoño,
desembocas en medio del invierno hecho de flores rotas.
Si subes, no tendrás nada más.

Zona de pastos secos en tierra de miseria
y de fieras que brillan como el oro de la revelación al sol del mediodía.
Se trata de vencer o de morir.
Todo consiste en convertirse en lazo o en puñal,
en despertar un día púrpura de verdugo que se teme a sí mismo,
en descubrir el sitio justo del sacrificio.
Si te rindes, puedes vivir a expensas de tu mismo animal,
en un costado de la madriguera.
Pero no gritarás ni en medio de los sueños.
También puedes ser pasto.
Puedes crecer debajo de tus pies.
Ellos caminan sobre vidrios que los separan de la tierra,
ellos absorben fuego y clavan en su piel mariposas y ramas que nadie puede ver.
Cantan con una cinta en la garganta y bendicen el radiante telón que cae en el patíbulo.
Sus heridas brillan como lujosas pedrerías en medio del desierto.
Son su propio rehén: el premio del martirio.
Gentes cuya expiación zumba como un enjambre en el ayuno;
gentes con mirada de exilio bajo los párpados de la primavera.
Cuídate de su orgullo como de una alimaña que avanza por debajo de tu casa.
Huye de su perdón deshabitado.
Oh, conozco las redenciones sin piedad,
las arpas solitarias,
esas linternas hacia adentro que convierten el mundo en un salón velado para el crimen.

Gira con el pregón de reinos y abalorios y caras de hechiceras pegadas contra el vidrio,
con tu fauna de azogue disuelta en una lágrima,
con tu cielo de tormenta de nieve adentro de un gran globo seultado en el jardín perdido.
Gira sin detenerte, demasiado temprano carrusel de inocencia.
Es demasiado tarde.
Para quedarse en ti no bastan las dos alas, ni los ojos cerrados,
ni siquiera dormir con el tiempo encerrado en una caja.

Habría que volver a echar los dados de la primera vuelta.
Habría que borrar la ráfaga que aspira desde el fondo de cada porvenir.
Habría que cambiar la contraseña y olvidar las tijeras.
Habría que nacer sin esta herida abierta en el costado.

“Nada por aquí, nada por allá,
nada en esta mano, nada en esta otra”.

Nada en la galera del prestidigitador, ni en sus huesos, ni en el revés de su alma.
Pero en algún lugar cómplice de la oscuridad trota la trampa:
la bestia con cabeza de cuchara para vaciar mejor,
con cara de moneda para engañar mejor,
con mirada de rata para escapar mejor;
la indiferente bestia emboscada entre plumas,
en el centro de un círculo de luz, debajo de la felpa de todas las palabras.
Un día de repente surge la aparición con color de relámpago,
y las plumas no cesan de caer y las luces se apagan y la palabra es vana.
Una negra burbuja encierra el mundo desde tu corazón.
En tanto la impostura roe como la muerte tus entrañas.

Estos que se sostienen de la mano de Dios,
de una esperanza abierta en forma de sombrilla sobre la cuerda floja,
de un milagro que arrulla como un violín debajo de las aguas en su salto mortal,
cruzan los precipicios de espaldas hacia atrás y hacia mañana,
porque de todos los peligros eligieron no ver, no volver a mirar.
En vano les repiten que el ojo de la tierra es acechanza,
que desde abajo hay bocas que reclaman con el revés de la plegaria,
que el vértigo es de pronto una tinaja azul que se convierte en urna,
que la caída es una ley más fuerte que cualquier ascensión.
Ellos caen un día con una levedad de espantajos en vuelo,
con un sonido hueco, como ángeles vacíos.

Se adivina el pasado, el presente, el porvenir con las manos atadas.
Se lee el pensamiento en el papel en blanco.
Se bebe un elixir que transforma los sueños en el ojo de las cerraduras,
que transmuta las fuebre en escaleras hacia la más lejana lejanía.
Entonces es la hora de recoger las redes.
Llegan voces de mando, destellos de un combate que se libra con las puertas cerradas,
y la tiniebla surge con la lluvia que cae en otra parte,
con la luna que arrastra una viva reunión de muertos milenarios,
con tu casa invadida por una casa donde ya no estás y los huéspedes son tus sombras de mañana.
Si quieres, puedes interrogar el desvarío de tu sangre convertida en oráculo,
puedes buscar la lámpara enterrada en el borde de tu alma;
No lograrás hallar en ninguna respuesta la primera palabra;
no encontrarás jamás una luz que ilumine lado a lado las dos mitades de tu cara.

Un ojo, dos cabezas, tres brazos, cuatro pies.
He aquí la guarida de los expulsados, al margen de la ley.
Un ojo solo cambia como el rayo cada intención del mundo:
dos cabezas nos bastan para multiplicar por dos las cifras del enigma;
tres brazos equivalen a querer abrazar al testigo invisible;
cuatro pies nos delatan la demencia de la separación.
A ellos los arrancaron de raíz, molieron sus semillas entre las fauces de la bruma.
Pero también en ti, también en mí,
una desobediencia hacia lo alto, una infracción abajo.
Incuban ese monstruo que un día nos devora con la sal del destierro:
el habitante solitario de la más desolada soledad.

Ya puedes elegir.
Alguien va a dar la orden de hacer fuego.
Vas a entrar en la cárcel de tu inmolación.




DESDOBLAMIENTO EN MÁSCARA DE TODOS
Lejos,
de corazón en corazón,
más allá de la copa de niebla que me aspira desde el fondo del vértigo,
siento el redoble con que me convocan a la tierra de nadie.
(¿Quién se levanta en mí?
¿Quién se alza del sitial de su agonía, de su estera de zarzas,
 y camina con la memoria de mi pie?)
Dejo mi cuerpo a solas igual que una armadura de intemperie
 hacia adentro
y depongo mi nombre como un arma que solamente hiere.
(¿Dónde salgo a mi encuentro
con el arrobamiento de la luna contra el cristal de todos los albergues?)

Abro con otras manos la entrada del sendero que no sé adónde da
y avanzo con la noche de los desconocidos.
(¿Dónde llevaba el día mi señal,
pálida en su aislamiento
la huella de una insignia que mi pobre victoria arrebataba al
tiempo?)
Miro desde otros ojos esta pared de brumas
en donde cada uno ha marcado con sangre el jeroglífico de su
soledad,
y suelta sus amarras y se va en un adiós de velero fantasma hacia
el naufragio.
(¿No había en otra parte, lejos, en otro tiempo,
una tierra extranjera,
una raza de todos menos uno, que se llamó la raza de los otros,
un lenguaje de ciegos que ascendía en zumbidos y en burbujas
hasta la sorda noche?)
Desde adentro de todos no hay más que una morada bajo un
friso de máscaras;
desde adentro de todos hay una sola efigie que fue inscrita en
el revés del alma;
desde adentro de todos cada historia sucede en todas partes:
no hay muerte que no mate,
no hay nacimiento ajeno ni amor deshabitado.
(¿No éramos el rehén de una caída,
una lluvia de piedras desprendida del cielo,
un reguero de insectos tratando de cruzar la hoguera del castigo?)
Cualquier hombre es la versión en sombras de un Gran Rey
herido en su costado.

Despierto en cada sueño con el sueño con que Alguien sueña
al mundo.
Es víspera de Dios.
Está uniendo en nosotros sus pedazos.







(TRANSCRIPCIÓN MARÍA FLORENCIA MILANI)