domingo, 24 de febrero de 2013

Rupert Brooke. Los Mares del Sur.

 





Los Mares del Sur. 

Soneto (Sugerido por algunas de las Actas de la Sociedad para la Investigación Psíquica)





NI con lágrimas vanas, cuando estamos más allá del sol,
Golpearemos las puertas sustanciales, sin pisar
Los polvorientos caminos de los muertos sin objetivos
Triste para la Tierra, en lugar de girar y disminuirse
En alguna estrechez oculta a través del aire,
Algún pasadizo dulce entre viento y viento,
Se detiene bajo los destellos tenues, enhebra las sombras, descubre
Algún fantasma olvidado susurrando en un rincón, y ahí


Dedicar una conversación pura, nuestro día eterno;
Pensemos en cada uno, inmediatamente sensatos;
Aprenderemos todo lo que nos faltaba, escuchar, conocer y decir
Lo que este cuerpo tumultuoso ahora niega;
Y sentiremos, lo que pusieron en nuestras manos tentadoras;
Y veremos, ya no más cegados por nuestros ojos.







Versión: Hugo Zonáglez



Nota del traductor: Se aclara que se priorizó dejar en claro el sentido de las palabras al de respetar estructuralmente la forma de lo que se conoce como soneto.










The South Seas.

Sonnet (Suggested by some of the Proceedings of the Society for Psychical Research)





Not with vain tears, when we're beyond the sun,
   We'll beat on the substantial doors, nor tread
   Those dusty high-roads of the aimless dead
Plaintive for Earth; but rather turn and run
Down some close-covered by-way of the air,
   Some low sweet alley between wind and wind,
   Stoop under faint gleams, thread the shadows, find
Some whispering ghost-forgotten nook, and there

Spend in pure converse our eternal day;
   Think each in each, immediately wise;
Learn all we lacked before; hear, know, and say
   What this tumultuous body now denies;
And feel, who have laid our groping hands away;
   And see, no longer blinded by our eyes.





1913.
Rupert Brooke.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Andrés Fernández de Andrada. Epístola Moral a Fabio.


EPÍSTOLA MORAL A FABIO-XXII-.(TERCETOS)


Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere,
y donde al más astuto nacen canas.
El que no las limare ó las rompiere,
ni el nombre de varón ha merecido,
ni subir al honor que pretendiere.
El ánimo plebeyo y abatido
elija en sus intentos temeroso
primero estar suspenso que caído:
Que el corazón entero y generoso
al caso adverso inclinará la frente,
antes que la rodilla al poderoso.
Más triunfos, más coronas di al prudente
que supo retirarse, la fortuna,
que al que esperó obstinada y locamente.
Esta invasión terrible é importuna
de contrarios sucesos, nos espera
desde el primer sollozo de la cuna.
Dejémosla pasar, como á la fiera
corriente del gran Betís, cuando airado
dilata hasta los montes su ribera.
Aquel entre los héroes es contado
que el premio mereció, no quien le alcanza
por vanas consecuencias del Estado.
Peculio propio es ya de la privanza
cuanto de Astrea fué, cuando regía
con su temida espada y su balanza.
El oro, la maldad, la tiranía,
del inicuo procede y pasa el bueno;
icitié espera la virtud ó qué confía?
Ven y reposa en el materno seno
de la antigua Romúlea, cuyo clima
te será mas humano y más sereno.
A donde por lo menos, cuando oprima
nuestro cuerpo la tierra, dirá alguno:
«blanda le sea», al derramarla encima.
Donde no dejarás la mesa ayuno
cuando te falte en ella el pece raro,
ó cuando su pavón nos niegue Juno.
Busca, pues, el sosiego dulce y caro,
como en oscura noche del Egeo
busca el piloto el eminente faro:
Que si acortas y ciñes tu deseo,
dirás: «lo que yo precio he conseguido,
que la opinión vulgar es devaneo.»
Más precia el ruiseñor su pobre nido
de pluma y leves pajas, más sus quejas
en el bosque repuesto y escondido,
Que agradar lisonjero las orejas
de algún príncipe insigne, aprisionado
en el metal de las doradas rejas.
¡Triste de aquél que vive destinado
á esa antigua colonia de los vicios,
augur de los semblantes del privado!
Cese el ansia y la sed de los oficios;
que acepta el don y burla del intento
el ídolo á quien haces sacrificios.
Iguala con la vida el pensamiento,
y no le pasarás de hoy á mañana,
ni quizá de un momento zi otro momento.
Casi no tienes ni una sombra vana
de nuestra antigua Itálica esperas?
¡Oh error perpetuo de la suerte humana!
Las enserias grecianas, las banderas
del Senado, y romana monarquía
murieron y pasaron sus carreras.
Qué es nuestra vida más que un breve día
do apenas sale el sol cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?
¿Qué es más que el heno, ä la mañana verde,
seco á la tarde? ¡Oh ciego desvarío!
Será que de este sueño me recuerde?
Será que pueda ver que me desvío
de la vida viviendo, y que está unida
la cauta muerte al simple vivir mío?
Como los ríos en veloz corrida
se llevan á la mar, tal soy llevado
al último suspiro de mi vida.
De la pasada edad ¿qué me ha quedado?
dó qué tengo yo, á dicha, en lo que espero,
sin ninguna noticia de mi hado?
¡Oh si acabase, viendo cómo muero,
de aprender á morir, antes que llegue
aquel forzoso término postrero!
¡Antes que aquesta mies inútil siegue
de la severa muerte dura mano,
y á la común materia se la entregue!
Pasáronse las flores del verano,
el otoño pasó con sus racimos,
pasó el invierno con sus nieves cano:
Las hojas que en las altas selvas vimos,
cayeron: ¡y nosotros ä porfía
en nuestro engaño inmóviles vivimos!
Temamos al Señor que nos envía
las espigas del año y la hartura,
y la temprana lluvia y la tardía.
No imitemos la tierra siempre dura
á las aguas del cielo y al arado,
ni á la vid cuyo fruto no madura.
¿Piensas acaso tú que fué criado
el varón para rayo de la guerra,
para surcar el piélago salado,
Para medir el orbe de la tierra,
y el cerco donde el sol siempre camina?
¡Oh, quien así lo entiende, cuánto yerra!
Esta nuestra porción alta y divina,
á mayores acciones es llamada,
y en más nobles objetos se termina.
Así aquella, que al hombre solo es dada,
sacra razón y pura me despierta,
de esplendor y de rayos coronada:
Y en la fría región dura y desierta,
de aqueste pecho enciende nueva llama,
y la luz vuelve á arder, que estaba muerta.
Quiero, Fabio, seguir á quien me llama,
y callando pasar entre la gente,
que no afecto los nombres ni la fama.
El soberbio tirano del Oriente,
que maciza las torres de cien codos
del cándido metal, puro y luciente,
Apenas puede ya comprar los modos
del pecar: la virtud es más barata,
ella consigo misma ruega á todos.
¡Pobre de aquel que corre y se dilata
por cuantos son los climas y los mares,
perseguidor del oro y de la plata!
Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve
que no perturben dudas ni pesares.
Esto tan solamente es cuanto debe
naturaleza al parco y al discreto,
y algún manjar común, honesto y leve.
No porque así te escribo hagas conceto
que pongo la virtud en ejercicio:
que aun esto fué difícil á Epicteto.
Basta al que empieza, aborrecer el vicio,
y al ánimo enseriar á ser modesto;
después le será el cielo más propicio.
Despreciar el deleite no es supuesto
de sólida virtud, que aun el vicioso
en sí propio le nota de molesto.
Mas no podrás negarme cuán forzoso
este camino sea al alto asiento,
morada de la paz y del reposo.
No sazona la fruta en un momento
aquella inteligencia, que mensura
la duración de todo á su talento.
Flor la vimos primero hermosa y pura,
luego materia acerba y desabrida,
y perfecta después, dulce y madura.
Tal la humana prudencia es bien que mida
y dispense y comparta las acciones
que han de ser compañeras de la vida.
No quiera Dios que imite á estos varones
que moran nuestras plazas macilentos,
de la virtud infames histriones:
Esos inmundos trágicos, atentos
al aplauso coman, cuyas entrañas
§on infectos y oscuros monumentos.
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡qué garrula y sonante por las cañas!
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡qué redundante y llena de ruido
por el vano, ambicioso y aparente!
Quiero imitar al pueblo en el vestido,
en las costumbres solo á los mejores,
sin presumir de roto y mal ceñido.
No resplandezca el oro y los colores
en nuestro traje, ni tampoco sea
igual al de los dóricos cantores.
Una mediana vida yo posea,
un estilo común y moderado,
que no lo note nadie que lo vea.
En el plebeyo barro mal tostado
hubo ya quien bebió tan ambicioso
como en el vaso múrico preciado;
Y alguno tan ilustre y generoso
que usó, como si fuera plata neta,
del cristal transparente y luminoso.
Sin la templanza ¿viste tú perfeta
alguna cosa? ¡Oh muerte, ven callada
como sueles venir en la saeta!
No en la tonante máquina preñada
de fuego y de temor; que no es mi puerta
de doblados metales fabricada.
Así, Fabio, me muestra descubierta
su esencia la virtud, y mi albedrío
con ella se compone y se concierta.
No te burles de ver cuánto confío,
ni al arte de decir vana y pomposa
el ardor atribuyas de este brío.
¿Es por ventura menos poderosa
que el vicio la virtud? ¿Es menos fuerte?
No la arguyas de flaca y temerosa.
La codicia en las manos de la suerte
se arroja al mar, la ira á las espadas,
y la ambición se ríe de la muerte.
¿Y no serán siquiera tan osadas
las opuestas acciones, si las miro
de más ilustres genios ayudadas?
Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto siempre amé: rompí los lazos:
ven y verás al alto fin que aspiro,
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.



Andrés Fernández de Andrada.

martes, 19 de febrero de 2013

Miguel de Cervantes Saavedra. Don Quijote de la Mancha.



Don Quijote de la Mancha.
Segunda parte.
Capítulo XXXVIII. Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la dueña Dolorida.




Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de unos monjiles anchos, al parecer, de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado canequí, tan luengas que sólo el ribete del monjil descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a quien traía de la mano el escudero Trifaldín de la Blanca Barba, vestida de finísima y negra bayeta por frisar, que, a venir frisada, descubriera cada grano del grandor de un garbanzo de los buenos de Martos. La cola, o falda, o como llamarla quisieren, era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de tres pajes, asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matemática figura con aquellos tres ángulos acutos que las tres puntas formaban, por lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos la condesa de las Tres Faldas; y así dice Benengeli que fue verdad, y que de su propio apellido se llama la condesa Lobuna, a causa que se criaban en su condado muchos lobos, y que si como eran lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por ser costumbre en aquellas partes tomar los señores la denominación de sus nombres de la cosa o cosas en que más sus estados abundan; empero esta condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejó el Lobuna y tomó el Trifaldi.
Venían las doce dueñas y la señora a paso de procesión, cubiertos los rostros con unos velos negros y no trasparentes como el de Trifaldín, sino tan apretados que ninguna cosa se traslucían.
Así como acabó de parecer el dueñesco escuadrón, el duque, la duquesa y don Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesión miraban. Pararon las doce dueñas y hicieron calle, por medio de la cual la Dolorida se adelantó, sin dejarla de la mano Trifaldín, viendo lo cual el duque, la duquesa y don Quijote, se adelantaron obra de doce pasos a recebirla. Ella, puesta las rodillas en el suelo, con voz antes basta y ronca que sutil y dilicada, dijo:
— Vuestras grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía a este su criado; digo, a esta su criada, porque, según soy de dolorida, no acertaré a responder a lo que debo, a causa que mi estraña y jamás vista desdicha me ha llevado el entendimiento no sé adónde, y debe de ser muy lejos, pues cuanto más le busco menos le hallo.
— Sin él estaría —respondió el duque—, señora condesa, el que no descubriese por vuestra persona vuestro valor, el cual, sin más ver, es merecedor de toda la nata de la cortesía y de toda la flor de las bien criadas ceremonias.
Y, levantándola de la mano, la llevó a asentar en una silla junto a la duquesa, la cual la recibió asimismo con mucho comedimiento.
Don Quijote callaba, y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la Trifaldi y de alguna de sus muchas dueñas, pero no fue posible hasta que ellas de su grado y voluntad se descubrieron.
Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le había de romper, y fue la dueña Dolorida con estas palabras:
— Confiada estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima en vuestros valerosísimos pechos acogimiento no menos plácido que generoso y doloroso, porque ella es tal, que es bastante a enternecer los mármoles, y a ablandar los diamantes, y a molificar los aceros de los más endurecidos corazones del mundo; pero, antes que salga a la plaza de vuestros oídos, por no decir orejas, quisiera que me hicieran sabidora si está en este gremio, corro y compañía el acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima y su escuderísimo Panza.
— El Panza —antes que otro respondiese, dijo Sancho— aquí esta, y el don Quijotísimo asimismo; y así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que quisieridísimis, que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros servidorísimos.
En esto se levantó don Quijote, y, encaminando sus razones a la Dolorida dueña, dijo:
— Si vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer alguna esperanza de remedio por algún valor o fuerzas de algún andante caballero, aquí están las mías, que, aunque flacas y breves, todas se emplearán en vuestro servicio. Yo soy don Quijote de la Mancha, cuyo asumpto es acudir a toda suerte de menesterosos, y, siendo esto así, como lo es, no habéis menester, señora, captar benevolencias ni buscar preámbulos, sino, a la llana y sin rodeos, decir vuestros males, que oídos os escuchan que sabrán, si no remediarlos, dolerse dellos.
Oyendo lo cual, la Dolorida dueña hizo señal de querer arrojarse a los pies de don Quijote, y aun se arrojó, y, pugnando por abrazárselos, decía:
— Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!, por ser los que son basas y colunas de la andante caballería; estos pies quiero besar, de cuyos pasos pende y cuelga todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso andante, cuyas verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de los Amadises, Esplandianes y Belianises!
Y, dejando a don Quijote, se volvió a Sancho Panza, y, asiéndole de las manos, le dijo:
— ¡Oh tú, el más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante en los presentes ni en los pasados siglos, más luengo en bondad que la barba de Trifaldín, mi acompañador, que está presente!, bien puedes preciarte que en servir al gran don Quijote sirves en cifra a toda la caterva de caballeros que han tratado las armas en el mundo. Conjúrote, por lo que debes a tu bondad fidelísima, me seas buen intercesor con tu dueño, para que luego favorezca a esta humilísima y desdichadísima condesa.
A lo que respondió Sancho:
— De que sea mi bondad, señoría mía, tan larga y grande como la barba de vuestro escudero, a mí me hace muy poco al caso; barbada y con bigotes tenga yo mi alma cuando desta vida vaya, que es lo que importa, que de las barbas de acá poco o nada me curo; pero, sin esas socaliñas ni plegarias, yo rogaré a mi amo, que sé que me quiere bien, y más agora que me ha menester para cierto negocio, que favorezca y ayude a vuesa merced en todo lo que pudiere. Vuesa merced desembaúle su cuita y cuéntenosla, y deje hacer, que todos nos entenderemos.
Reventaban de risa con estas cosas los duques, como aquellos que habían tomado el pulso a la tal aventura, y alababan entre sí la agudeza y disimulación de la Trifaldi, la cual, volviéndose a sentar, dijo:
— «Del famoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar del Sur, dos leguas más allá del cabo Comorín, fue señora la reina doña Maguncia, viuda del rey Archipiela, su señor y marido, de cuyo matrimonio tuvieron y procrearon a la infanta Antonomasia, heredera del reino, la cual dicha infanta Antonomasia se crió y creció debajo de mi tutela y doctrina, por ser yo la más antigua y la más principal dueña de su madre. Sucedió, pues, que, yendo días y viniendo días, la niña Antonomasia llegó a edad de catorce años, con tan gran perfeción de hermosura, que no la pudo subir más de punto la naturaleza. ¡Pues digamos agora que la discreción era mocosa! Así era discreta como bella, y era la más bella del mundo, y lo es, si ya los hados invidiosos y las parcas endurecidas no la han cortado la estambre de la vida. Pero no habrán, que no han de permitir los cielos que se haga tanto mal a la tierra como sería llevarse en agraz el racimo del más hermoso veduño del suelo. De esta hermosura, y no como se debe encarecida de mi torpe lengua, se enamoró un número infinito de príncipes, así naturales como estranjeros, entre los cuales osó levantar los pensamientos al cielo de tanta belleza un caballero particular que en la corte estaba, confiado en su mocedad y en su bizarría, y en sus muchas habilidades y gracias, y facilidad y felicidad de ingenio; porque hago saber a vuestras grandezas, si no lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacía hablar, y más que era poeta y gran bailarín, y sabía hacer una jaula de pájaros, que solamente a hacerlas pudiera ganar la vida cuando se viera en estrema necesidad, que todas estas partes y gracias son bastantes a derribar una montaña, no que una delicada doncella. Pero toda su gentileza y buen donaire y todas sus gracias y habilidades fueran poca o ninguna parte para rendir la fortaleza de mi niña, si el ladrón desuellacaras no usara del remedio de rendirme a mí primero. Primero quiso el malandrín y desalmado vagamundo granjearme la voluntad y cohecharme el gusto, para que yo, mal alcaide, le entregase las llaves de la fortaleza que guardaba. En resolución: él me aduló el entendimiento y me rindió la voluntad con no sé qué dijes y brincos que me dio, pero lo que más me hizo postrar y dar conmigo por el suelo fueron unas coplas que le oí cantar una noche desde una reja que caía a una callejuela donde él estaba, que, si mal no me acuerdo, decían:

De la dulce mi enemiga
nace un mal que al alma hiere,

y, por más tormento, quiere
que se sienta y no se diga.


Parecióme la trova de perlas, y su voz de almíbar, y después acá, digo, desde entonces, viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes versos, he considerado que de las buenas y concertadas repúblicas se habían de desterrar los poetas, como aconsejaba Platón, a lo menos, los lascivos, porque escriben unas coplas, no como las del marqués de Mantua, que entretienen y hacen llorar los niños y a las mujeres, sino unas agudezas que, a modo de blandas espinas, os atraviesan el alma, y como rayos os hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez cantó:

Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,

porque el placer del morir
no me torne a dar la vida.


Y deste jaez otras coplitas y estrambotes, que cantados encantan y escritos suspenden. Pues, ¿qué cuando se humillan a componer un género de verso que en Candaya se usaba entonces, a quien ellos llamaban seguidillas? Allí era el brincar de las almas, el retozar de la risa, el desasosiego de los cuerpos y, finalmente, el azogue de todos los sentidos. Y así, digo, señores míos, que los tales trovadores con justo título los debían desterrar a las islas de los Lagartos. Pero no tienen ellos la culpa, sino los simples que los alaban y las bobas que los creen; y si yo fuera la buena dueña que debía, no me habían de mover sus trasnochados conceptos, ni había de creer ser verdad aquel decir: "Vivo muriendo, ardo en el yelo, tiemblo en el fuego, espero sin esperanza, pártome y quédome", con otros imposibles desta ralea, de que están sus escritos llenos. Pues, ¿qué cuando prometen el fénix de Arabia, la corona de Aridiana, los caballos del Sol, del Sur las perlas, de Tíbar el oro y de Pancaya el bálsamo? Aquí es donde ellos alargan más la pluma, como les cuesta poco prometer lo que jamás piensan ni pueden cumplir. Pero, ¿dónde me divierto? ¡Ay de mí, desdichada! ¿Qué locura o qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo tanto que decir de las mías? ¡Ay de mí, otra vez, sin ventura!, que no me rindieron los versos, sino mi simplicidad; no me ablandaron las músicas, sino mi liviandad: mi mucha ignorancia y mi poco advertimiento abrieron el camino y desembarazaron la senda a los pasos de don Clavijo, que éste es el nombre del referido caballero; y así, siendo yo la medianera, él se halló una y muy muchas veces en la estancia de la por mí, y no por él, engañada Antonomasia, debajo del título de verdadero esposo; que, aunque pecadora, no consintiera que sin ser su marido la llegara a la vira de la suela de sus zapatillas. ¡No, no, eso no: el matrimonio ha de ir adelante en cualquier negocio destos que por mí se tratare! Solamente hubo un daño en este negocio, que fue el de la desigualdad, por ser don Clavijo un caballero particular, y la infanta Antonomasia heredera, como ya he dicho, del reino. Algunos días estuvo encubierta y solapada en la sagacidad de mi recato esta maraña, hasta que me pareció que la iba descubriendo a más andar no sé qué hinchazón del vientre de Antonomasia, cuyo temor nos hizo entrar en bureo a los tres, y salió dél que, antes que se saliese a luz el mal recado, don Clavijo pidiese ante el vicario por su mujer a Antonomasia, en fe de una cédula que de ser su esposa la infanta le había hecho, notada por mi ingenio, con tanta fuerza, que las de Sansón no pudieran romperla. Hiciéronse las diligencias, vio el vicario la cédula, tomó el tal vicario la confesión a la señora, confesó de plano, mandóla depositar en casa de un alguacil de corte muy honrado...»
A esta sazón, dijo Sancho:
— También en Candaya hay alguaciles de corte, poetas y seguidillas, por lo que puedo jurar que imagino que todo el mundo es uno. Pero dése vuesa merced priesa, señora Trifaldi, que es tarde y ya me muero por saber el fin desta tan larga historia.
— Sí haré —respondió la condesa.


Miguel de Cervantes Saavedra.

Dante Alighieri. La Divina Comedia.



LA DIVINA COMMEDIA

INFERNO

Inferno: Canto I



Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
ché la diritta via era smarrita.
Ahi quanto a dir qual era è cosa dura
esta selva selvaggia e aspra e forte
che nel pensier rinova la paura!
Tant'è amara che poco è più morte;
ma per trattar del ben ch'i' vi trovai,
dirò de l'altre cose ch'i' v'ho scorte.
Io non so ben ridir com'i' v'intrai,
tant'era pien di sonno a quel punto
che la verace via abbandonai.
Ma poi ch'i' fui al piè d'un colle giunto,
là dove terminava quella valle
che m'avea di paura il cor compunto,
guardai in alto, e vidi le sue spalle
vestite già de' raggi del pianeta
che mena dritto altrui per ogne calle.
Allor fu la paura un poco queta
che nel lago del cor m'era durata
la notte ch'i' passai con tanta pieta.
E come quei che con lena affannata
uscito fuor del pelago a la riva
si volge a l'acqua perigliosa e guata,
così l'animo mio, ch'ancor fuggiva,
si volse a retro a rimirar lo passo
che non lasciò già mai persona viva.
Poi ch'èi posato un poco il corpo lasso,
ripresi via per la piaggia diserta,
sì che 'l piè fermo sempre era 'l più basso.
Ed ecco, quasi al cominciar de l'erta,
una lonza leggera e presta molto,
che di pel macolato era coverta;
e non mi si partia dinanzi al volto,
anzi 'mpediva tanto il mio cammino,
ch'i' fui per ritornar più volte vòlto.
Temp'era dal principio del mattino,
e 'l sol montava 'n sù con quelle stelle
ch'eran con lui quando l'amor divino
mosse di prima quelle cose belle;
sì ch'a bene sperar m'era cagione
di quella fiera a la gaetta pelle
l'ora del tempo e la dolce stagione;
ma non sì che paura non mi desse
la vista che m'apparve d'un leone.
Questi parea che contra me venisse
con la test'alta e con rabbiosa fame,
sì che parea che l'aere ne tremesse.
Ed una lupa, che di tutte brame
sembiava carca ne la sua magrezza,
e molte genti fé già viver grame,
questa mi porse tanto di gravezza
con la paura ch'uscia di sua vista,
ch'io perdei la speranza de l'altezza.
E qual è quei che volontieri acquista,
e giugne 'l tempo che perder lo face,
che 'n tutt'i suoi pensier piange e s'attrista;
tal mi fece la bestia sanza pace,
che, venendomi 'ncontro, a poco a poco
mi ripigneva là dove 'l sol tace.
Mentre ch'i' rovinava in basso loco,
dinanzi a li occhi mi si fu offerto
chi per lungo silenzio parea fioco.
Quando vidi costui nel gran diserto,
«Miserere di me», gridai a lui,
«qual che tu sii, od ombra od omo certo!».
Rispuosemi: «Non omo, omo già fui,
e li parenti miei furon lombardi,
mantoani per patria ambedui.
Nacqui sub Iulio, ancor che fosse tardi,
e vissi a Roma sotto 'l buono Augusto
nel tempo de li dèi falsi e bugiardi.
Poeta fui, e cantai di quel giusto
figliuol d'Anchise che venne di Troia,
poi che 'l superbo Ilión fu combusto.
Ma tu perché ritorni a tanta noia?
perché non sali il dilettoso monte
ch'è principio e cagion di tutta gioia?».
«Or se' tu quel Virgilio e quella fonte
che spandi di parlar sì largo fiume?»,
rispuos'io lui con vergognosa fronte.
«O de li altri poeti onore e lume
vagliami 'l lungo studio e 'l grande amore
che m'ha fatto cercar lo tuo volume.
Tu se' lo mio maestro e 'l mio autore;
tu se' solo colui da cu' io tolsi
lo bello stilo che m'ha fatto onore.
Vedi la bestia per cu' io mi volsi:
aiutami da lei, famoso saggio,
ch'ella mi fa tremar le vene e i polsi».
«A te convien tenere altro viaggio»,
rispuose poi che lagrimar mi vide,
«se vuo' campar d'esto loco selvaggio:
ché questa bestia, per la qual tu gride,
non lascia altrui passar per la sua via,
ma tanto lo 'mpedisce che l'uccide;
e ha natura sì malvagia e ria,
che mai non empie la bramosa voglia,
e dopo 'l pasto ha più fame che pria.
Molti son li animali a cui s'ammoglia,
e più saranno ancora, infin che 'l veltro
verrà, che la farà morir con doglia.
Questi non ciberà terra né peltro,
ma sapienza, amore e virtute,
e sua nazion sarà tra feltro e feltro.
Di quella umile Italia fia salute
per cui morì la vergine Cammilla,
Eurialo e Turno e Niso di ferute.
Questi la caccerà per ogne villa,
fin che l'avrà rimessa ne lo 'nferno,
là onde 'nvidia prima dipartilla.
Ond'io per lo tuo me' penso e discerno
che tu mi segui, e io sarò tua guida,
e trarrotti di qui per loco etterno,
ove udirai le disperate strida,
vedrai li antichi spiriti dolenti,
ch'a la seconda morte ciascun grida;
e vederai color che son contenti
nel foco, perché speran di venire
quando che sia a le beate genti.
A le quai poi se tu vorrai salire,
anima fia a ciò più di me degna:
con lei ti lascerò nel mio partire;
ché quello imperador che là sù regna,
perch'i' fu' ribellante a la sua legge,
non vuol che 'n sua città per me si vegna.
In tutte parti impera e quivi regge;
quivi è la sua città e l'alto seggio:
oh felice colui cu' ivi elegge!».
E io a lui: «Poeta, io ti richeggio
per quello Dio che tu non conoscesti,
acciò ch'io fugga questo male e peggio,
che tu mi meni là dov'or dicesti,
sì ch'io veggia la porta di san Pietro
e color cui tu fai cotanto mesti».
Allor si mosse, e io li tenni dietro.





En medio del camino de nuestra vida
me encontré en un obscuro bosque,
ya que la vía recta estaba perdida.
¡Ah que decir, cuán difícil era y es

este bosque salvaje, áspero y fuerte,
que al pensarlo renueva el pavor.
Tan amargo, que poco lo es más la muerte:

pero por tratar del bien que allí encontré,
diré de las otras cosas que allí he visto.
No sé bien repetir como allí entré;

tan somnoliento estaba en aquel punto,
que el verdadero camino abandoné.
Pero ya que llegué al pie de un monte,

allá donde aquel valle terminaba,
que de pavor me había acongojado el corazón,
miré en alto, y vi sus espaldas

vestidas ya de rayos del planeta,
que a todos lleva por toda senda recta.
Entonces se aquietó un poco el espanto,

que en el hueco de mi corazón había durado
la noche entera, que pasé con tanto afán.
Y como aquel que con angustiado resuello

salido fuera del piélago a la orilla
se vuelve al agua peligrosa y la mira;
así mi alma, que aún huía,

volvióse atrás a re mirar el cruce,
que jamás dejó a nadie con vida.
Una vez reposado el fatigado cuerpo,

retomé el camino por la desierta playa,
tal que el pie firme era siempre el más bajo;
y al comenzar la cuesta,

apareció una muy ágil y veloz pantera,
que de manchada piel se cubría.
Y no se apartaba de ante mi rostro;

y así tanto me impedía el paso,
que me volví muchas veces para volverme.
Era la hora del principiar de la mañana,

y el Sol allá arriba subía con aquellas estrellas
que junto a él estaban, cuando el amor divino
movió por vez primera aquellas cosas bellas;

bien que un buen presagio me auguraban
de aquella fiera la abigarrada piel,
la ocasión del momento, y la dulce estación:

pero no tanto, que de pavor no me llenara
la vista de un león que apareció.
Venir en contra mía parecía

erguida la cabeza y con rabiosa hambruna,
que hasta el aire como aterrado estaba:
y una loba que por su flacura

cargada estaba de todas las hambres,
y ya de mucha gente entristecido había la vida.
Tanta fue la congoja que me infundió

el espanto que de sus ojos salía,
que perdí la esperanza de la altura.
Y como aquel que goza en atesorar,

y llegado el tiempo en que perder le toca,
su pensamiento entero llora y se contrista;
así obró en mi la bestia sin paz,

que, viniéndome de frente, poco a poco,
me repelía a donde calla el Sol.
Mientras retrocedía yo a lugar bajo,

ante mis ojos se ofreció
quien por el largo silencio parecía mudo.
Cuando a éste vi en el gran desierto

Ten piedad de mí, le grité,
quienquiera seas, sombra u hombre cierto.
Respondióme: No hombre, hombre ya fui,

y lombardos fueron mis padres,
y ambos por patria Mantuanos.
Nací sub Julio, aunque algo tarde,

y viví en Roma bajo el buen Augusto,
en tiempos de los dioses falsos y embusteros.
Poeta fui, y canté a aquel justo

hijo de Anquises, que vino de Troya,
después del incendio de la soberbia Ilion.
Pero tú, ¿Porqué a tanta angustia te vuelves?

¿Porqué no trepas el deleitoso monte,
que es principio y razón de toda alegría?
¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente

que expande de elocuencia tan largo río?
le respondí, avergonzada la frente.
¡Oh! De los demás poetas honor y luz,

válgame el largo estudio y el gran amor,
que me han hecho ir en pos de tu libro.
Tú eres mi maestro y mi autor:

tú sólo eres aquel de quien tomé
el bello estilo, que me ha dado honor.
Mira la bestia por la que me he vuelto:

socórreme de ella, famoso sabio,
porque hace temblar las venas y los pulsos.
Otro es el camino que te conviene,

respondió al ver mis lágrimas,
si quieres huir de este lugar salvaje;
porque esta bestia, por la que gritas,

no deja a nadie pasar por el suyo,
sino que tanto impide, que mata:
su naturaleza es tan malvada y cruel,

que nunca satisface su hambrienta voluntad,
y tras comer tiene más hambre que antes.
Muchos son los animales con que se marida

y muchos más habrá todavía, hasta que venga
el Lebrel, que le dará dolorosa muerte.
No se alimentará de tierra ni de peltre,

mas de sabiduría, de amor y de virtud
y su patria estará entre fieltro y fieltro.
Será la salud de aquella humilde Italia,

por quien murió la virgen Camila,
Euriale, y Turno y Niso, de sus heridas:
De ciudad en ciudad perseguirá a la loba,

hasta que la vuelva a lo profundo del infierno,
de donde la envidia la hizo salir primero.
Ahora por tu bien pienso y entiendo,

que mejor me sigas, y yo seré tu conductor,
y te llevaré de aquí a un lugar eterno,
donde oirás desesperados aullidos,

verás a los antiguos espíritus dolientes,
cada uno clamando la segunda muerte;
después verás los otros, que en el fuego

están contentos, porque unirse esperan,
cuando sea, a las felices gentes;
a las cuales, después, si quisieras subir,

un alma habrá más digna que yo para tu ascenso;
te dejaré con ella, cuando de ti me parta:
que aquel emperador, que allá arriba reina,

porque rebelde fui a su ley,
no quiere que a su ciudad por mi se llegue.
Impera en todas partes, y allá reina,

allá está su ciudad y allá su alta sede:
¡Feliz aquel a quién para su reino escoge!
Y yo a él: Poeta, te intimo

por aquel Dios que no conociste,
de éste y de peor mal que yo me salve,
que allá me lleves donde tú dijiste,

así que vea la puerta de san Pedro,
y a aquellos tan tristes que tú dices.
Entonces se movió, y yo me pegué detrás.



Dante Alighieri.