Don Quijote de la Mancha.
Segunda parte.
Capítulo XXXVIII. Donde se cuenta la
que dio de su mala andanza la dueña Dolorida.
Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de unos monjiles anchos, al parecer, de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado canequí, tan luengas que sólo el ribete del monjil descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a quien traía de la mano el escudero Trifaldín de
Venían las
doce dueñas y la señora a paso de procesión, cubiertos los rostros con unos
velos negros y no trasparentes como el de Trifaldín, sino tan apretados que
ninguna cosa se traslucían.
Así como
acabó de parecer el dueñesco escuadrón, el duque, la duquesa y don Quijote se
pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesión miraban. Pararon
las doce dueñas y hicieron calle, por medio de la cual la Dolorida se adelantó, sin
dejarla de la mano Trifaldín, viendo lo cual el duque, la duquesa y don
Quijote, se adelantaron obra de doce pasos a recebirla. Ella, puesta las
rodillas en el suelo, con voz antes basta y ronca que sutil y dilicada, dijo:
— Vuestras
grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía a este su criado; digo, a
esta su criada, porque, según soy de dolorida, no acertaré a responder a lo que
debo, a causa que mi estraña y jamás vista desdicha me ha llevado el entendimiento
no sé adónde, y debe de ser muy lejos, pues cuanto más le busco menos le hallo.
— Sin él
estaría —respondió el duque—, señora condesa, el que no descubriese por vuestra
persona vuestro valor, el cual, sin más ver, es merecedor de toda la nata de la
cortesía y de toda la flor de las bien criadas ceremonias.
Y,
levantándola de la mano, la llevó a asentar en una silla junto a la duquesa, la
cual la recibió asimismo con mucho comedimiento.
Don Quijote
callaba, y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la Trifaldi y de alguna de
sus muchas dueñas, pero no fue posible hasta que ellas de su grado y voluntad
se descubrieron.
Sosegados
todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le había de romper, y fue
la dueña Dolorida con estas palabras:
— Confiada
estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos circunstantes,
que ha de hallar mi cuitísima en vuestros valerosísimos pechos acogimiento no
menos plácido que generoso y doloroso, porque ella es tal, que es bastante a
enternecer los mármoles, y a ablandar los diamantes, y a molificar los aceros
de los más endurecidos corazones del mundo; pero, antes que salga a la plaza de
vuestros oídos, por no decir orejas, quisiera que me hicieran sabidora si está
en este gremio, corro y compañía el acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima y su
escuderísimo Panza.
— El Panza
—antes que otro respondiese, dijo Sancho— aquí esta, y el don Quijotísimo
asimismo; y así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que quisieridísimis,
que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros servidorísimos.
En esto se
levantó don Quijote, y, encaminando sus razones a la Dolorida dueña, dijo:
— Si
vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer alguna esperanza de
remedio por algún valor o fuerzas de algún andante caballero, aquí están las
mías, que, aunque flacas y breves, todas se emplearán en vuestro servicio. Yo
soy don Quijote de la Mancha ,
cuyo asumpto es acudir a toda suerte de menesterosos, y, siendo esto así, como
lo es, no habéis menester, señora, captar benevolencias ni buscar preámbulos,
sino, a la llana y sin rodeos, decir vuestros males, que oídos os escuchan que
sabrán, si no remediarlos, dolerse dellos.
Oyendo lo
cual, la Dolorida
dueña hizo señal de querer arrojarse a los pies de don Quijote, y aun se
arrojó, y, pugnando por abrazárselos, decía:
— Ante estos
pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!, por ser los que son basas y
colunas de la andante caballería; estos pies quiero besar, de cuyos pasos pende
y cuelga todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso andante, cuyas
verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de los Amadises,
Esplandianes y Belianises!
Y, dejando a
don Quijote, se volvió a Sancho Panza, y, asiéndole de las manos, le dijo:
— ¡Oh tú, el
más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante en los presentes ni en
los pasados siglos, más luengo en bondad que la barba de Trifaldín, mi
acompañador, que está presente!, bien puedes preciarte que en servir al gran
don Quijote sirves en cifra a toda la caterva de caballeros que han tratado las
armas en el mundo. Conjúrote, por lo que debes a tu bondad fidelísima, me seas
buen intercesor con tu dueño, para que luego favorezca a esta humilísima y
desdichadísima condesa.
A lo que
respondió Sancho:
— De que sea
mi bondad, señoría mía, tan larga y grande como la barba de vuestro escudero, a
mí me hace muy poco al caso; barbada y con bigotes tenga yo mi alma cuando
desta vida vaya, que es lo que importa, que de las barbas de acá poco o nada me
curo; pero, sin esas socaliñas ni plegarias, yo rogaré a mi amo, que sé que me
quiere bien, y más agora que me ha menester para cierto negocio, que favorezca
y ayude a vuesa merced en todo lo que pudiere. Vuesa merced desembaúle su cuita
y cuéntenosla, y deje hacer, que todos nos entenderemos.
Reventaban
de risa con estas cosas los duques, como aquellos que habían tomado el pulso a
la tal aventura, y alababan entre sí la agudeza y disimulación de la Trifaldi , la cual,
volviéndose a sentar, dijo:
— «Del
famoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar del Sur, dos
leguas más allá del cabo Comorín, fue señora la reina doña Maguncia, viuda del
rey Archipiela, su señor y marido, de cuyo matrimonio tuvieron y procrearon a
la infanta Antonomasia, heredera del reino, la cual dicha infanta Antonomasia
se crió y creció debajo de mi tutela y doctrina, por ser yo la más antigua y la
más principal dueña de su madre. Sucedió, pues, que, yendo días y viniendo
días, la niña Antonomasia llegó a edad de catorce años, con tan gran perfeción
de hermosura, que no la pudo subir más de punto la naturaleza. ¡Pues digamos
agora que la discreción era mocosa! Así era discreta como bella, y era la más
bella del mundo, y lo es, si ya los hados invidiosos y las parcas endurecidas
no la han cortado la estambre de la vida. Pero no habrán, que no han de
permitir los cielos que se haga tanto mal a la tierra como sería llevarse en
agraz el racimo del más hermoso veduño del suelo. De esta hermosura, y no como
se debe encarecida de mi torpe lengua, se enamoró un número infinito de
príncipes, así naturales como estranjeros, entre los cuales osó levantar los
pensamientos al cielo de tanta belleza un caballero particular que en la corte
estaba, confiado en su mocedad y en su bizarría, y en sus muchas habilidades y
gracias, y facilidad y felicidad de ingenio; porque hago saber a vuestras
grandezas, si no lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacía
hablar, y más que era poeta y gran bailarín, y sabía hacer una jaula de pájaros,
que solamente a hacerlas pudiera ganar la vida cuando se viera en estrema
necesidad, que todas estas partes y gracias son bastantes a derribar una
montaña, no que una delicada doncella. Pero toda su gentileza y buen donaire y
todas sus gracias y habilidades fueran poca o ninguna parte para rendir la
fortaleza de mi niña, si el ladrón desuellacaras no usara del remedio de
rendirme a mí primero. Primero quiso el malandrín y desalmado vagamundo
granjearme la voluntad y cohecharme el gusto, para que yo, mal alcaide, le
entregase las llaves de la fortaleza que guardaba. En resolución: él me aduló
el entendimiento y me rindió la voluntad con no sé qué dijes y brincos que me
dio, pero lo que más me hizo postrar y dar conmigo por el suelo fueron unas
coplas que le oí cantar una noche desde una reja que caía a una callejuela
donde él estaba, que, si mal no me acuerdo, decían:
De
la dulce mi enemiga
nace un mal que al alma hiere,
y, por más tormento, quiere
que se sienta y no se diga.
Parecióme la
trova de perlas, y su voz de almíbar, y después acá, digo, desde entonces,
viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes versos, he considerado
que de las buenas y concertadas repúblicas se habían de desterrar los poetas,
como aconsejaba Platón, a lo menos, los lascivos, porque escriben unas coplas,
no como las del marqués de Mantua, que entretienen y hacen llorar los niños y a
las mujeres, sino unas agudezas que, a modo de blandas espinas, os atraviesan
el alma, y como rayos os hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez
cantó:
Ven,
muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el placer del morir
no me torne a dar la vida.
Y deste jaez
otras coplitas y estrambotes, que cantados encantan y escritos suspenden. Pues,
¿qué cuando se humillan a componer un género de verso que en Candaya se usaba
entonces, a quien ellos llamaban seguidillas? Allí era el brincar de las almas,
el retozar de la risa, el desasosiego de los cuerpos y, finalmente, el azogue
de todos los sentidos. Y así, digo, señores míos, que los tales trovadores con
justo título los debían desterrar a las islas de los Lagartos. Pero no tienen
ellos la culpa, sino los simples que los alaban y las bobas que los creen; y si
yo fuera la buena dueña que debía, no me habían de mover sus trasnochados conceptos,
ni había de creer ser verdad aquel decir: "Vivo muriendo, ardo en el yelo,
tiemblo en el fuego, espero sin esperanza, pártome y quédome", con otros
imposibles desta ralea, de que están sus escritos llenos. Pues, ¿qué cuando
prometen el fénix de Arabia, la corona de Aridiana, los caballos del Sol, del
Sur las perlas, de Tíbar el oro y de Pancaya el bálsamo? Aquí es donde ellos
alargan más la pluma, como les cuesta poco prometer lo que jamás piensan ni
pueden cumplir. Pero, ¿dónde me divierto? ¡Ay de mí, desdichada! ¿Qué locura o
qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo tanto que decir de
las mías? ¡Ay de mí, otra vez, sin ventura!, que no me rindieron los versos,
sino mi simplicidad; no me ablandaron las músicas, sino mi liviandad: mi mucha
ignorancia y mi poco advertimiento abrieron el camino y desembarazaron la senda
a los pasos de don Clavijo, que éste es el nombre del referido caballero; y
así, siendo yo la medianera, él se halló una y muy muchas veces en la estancia
de la por mí, y no por él, engañada Antonomasia, debajo del título de verdadero
esposo; que, aunque pecadora, no consintiera que sin ser su marido la llegara a
la vira de la suela de sus zapatillas. ¡No, no, eso no: el matrimonio ha de ir
adelante en cualquier negocio destos que por mí se tratare! Solamente hubo un
daño en este negocio, que fue el de la desigualdad, por ser don Clavijo un
caballero particular, y la infanta Antonomasia heredera, como ya he dicho, del
reino. Algunos días estuvo encubierta y solapada en la sagacidad de mi recato
esta maraña, hasta que me pareció que la iba descubriendo a más andar no sé qué
hinchazón del vientre de Antonomasia, cuyo temor nos hizo entrar en bureo a los
tres, y salió dél que, antes que se saliese a luz el mal recado, don Clavijo
pidiese ante el vicario por su mujer a Antonomasia, en fe de una cédula que de
ser su esposa la infanta le había hecho, notada por mi ingenio, con tanta
fuerza, que las de Sansón no pudieran romperla. Hiciéronse las diligencias, vio
el vicario la cédula, tomó el tal vicario la confesión a la señora, confesó de
plano, mandóla depositar en casa de un alguacil de corte muy honrado...»
A esta
sazón, dijo Sancho:
— También en
Candaya hay alguaciles de corte, poetas y seguidillas, por lo que puedo jurar
que imagino que todo el mundo es uno. Pero dése vuesa merced priesa, señora
Trifaldi, que es tarde y ya me muero por saber el fin desta tan larga historia.
— Sí haré
—respondió la condesa.
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