La
Inmortalidad.
En un libro
admirable como todos los suyos, Las
variedades de la experiencia religiosa, William James dedica sólo una
página al problema de la inmortalidad personal. Declara que para él es un
problema menor.
Ciertamente, éste no es un problema básico de la filosofía, como lo es el tiempo, el
conocimiento, el mundo externo. James aclara que el problema de la inmortalidad
personal se confunde con el problema religioso. “Para casi todo el mundo, para
el común de la gente -dice James-, Dios es el productor de la inmortalidad,
entendida personalmente.”
Sin darse
cuenta de la broma, lo repite textualmente don Miguel de Unamuno en el Sentimiento trágico de la vida: “Dios es
el productor de la inmortalidad”, pero él repite muchas veces que quiere seguir
siendo don Miguel de Unamuno; yo no quiero seguir siendo Jorge Luis Borges, yo
quiero ser otra persona. Espero que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo
y alma.
Yo no sé si es
ambiciosa o modesta, o del todo justificada, mi pretensión de hablar de la
inmortalidad personal, del alma que conserva una memoria de lo que fue en la
tierra y que ya en el otro mundo se acuerda de la última.
Recuerdo que
mi hermana Norah estuvo los otros días en casa y dijo: “Voy a pintar un cuadro
titulado ´Nostalgias de la tierra`, teniendo como contenido lo que un
bienaventurado siente en el cielo pensando en la tierra. Voy a realizarlo con
elementos de Buenos Aires de cuando yo era chica”. Yo tengo un poema que mi
hermana no conoce, con tema análogo. Pienso en Jesús que se acuerda de la
lluvia en Galilea, del aroma de la carpintería y de algo de lo que nunca vió en
el cielo y de lo cual siente nostalgia: la bóveda estrellada.
Este tema de
la nostalgia de la tierra en el cielo está presente en un poema de Dante
Gabriel Rosetti. Se trata de una muchacha que está en el cielo y se siente
desdichada porque su amante no está con ella; tiene la esperanza de que él
llegará, pero él nunca llegará porque ha pecado y ella continuará esperándolo
siempre.
William James
dice que para él se trata de un problema menor; porque los grandes problemas de
la filosofía son los del tiempo, la realidad del mundo externo, el
conocimiento. La inmortalidad ocupa un lugar menor, un lugar que corresponde
menos a la filosofía que a la poesía y, desde luego, a la teología o a ciertas
teologías, no a todas.
Existe otra
solución, la de la transmigración de las almas, ciertamente poética y más
interesante que la otra, la de seguir siendo quienes somos y recordando lo que
fuimos; lo cual es un tema pobre, digo yo.
Recuerdo diez
o doce imágenes de mi infancia y trato de olvidarlas. Cuando pienso en mi
adolescencia no me resigno a la que tuve; hubiera preferido ser otro. Al mismo
tiempo, todo eso puede ser trasmutado por el arte, ser tema de poesía.
El texto más
patético de toda la filosofía -sin proponérselo- es el Fedón platónico. Ese diálogo se refiere a la última tarde de
Sócrates, cuando sus amigos saben que ha llegado la nave de Delos y Sócrates
beberá la cicuta ese día. Sócrates los recibe en la cárcel, sabiendo que va a
ser ejecutado. Los recibe a todos menos a uno. Aquí encontramos la frase más
conmovedora que Platón escribió en su vida, señalada por Max Brod. Ese pasaje
dice así: “Platón, creo, estaba enfermo”. Hace notar Brod que es la única vez
que Platón se nombra en todos sus vastos diálogos. Si Platón escribe el
diálogo, sin duda estuvo presente -o no estuvo, da lo mismo- y se nombre en
tercera persona; en suma, se nos muestra algo inseguro de haber asistido a
aquel gran momento.
Se ha
conjeturado que Platón colocó esa frase para estar más libre, como si quisiera
decirnos: “yo no sé qué dijo Sócrates en la última tarde de su vida, pero me
hubiera gustado que hubiera dicho estas cosas”. O: “yo puedo imaginármelo
diciendo esas cosas”.
Creo que
Platón sintió la insuperable belleza literaria de decir: “Platón, creo. estaba
enfermo”.
Luego viene un
ruego admirable, quizá lo más admirable del diálogo. Los amigos entran,
Sócrates está sentado en la cama y ya le han sacado los grillos; refregándose
las rodillas y sintiendo el placer de no sentir el peso de las cadenas dice:”
Qué raro. Las cadenas me pesaban, era una forma de dolor. Ahora siento alivio
porque me las han sacado. El placer y el dolor van juntos, son dos gemelos”
Qué admirable
es el hecho de que en ese momento, en el último día de su vida, no diga que
está por morir, sino que reflexione que el placer y el dolor son inseparables.
Ese es uno de
los ruegos más conmovedores que se encuentran en la obra de Platón. Nos muestra
a un hombre valiente, a un hombre que está por morir y no habla de su muerte
inmediata.
Después se
dice que tiene que tomar el veneno ese día y luego viene la discusión viciada
para nosotros por el hecho de que se habla de dos
seres: de dos sustancias, el alma y el cuerpo. Sócrates dice que la sustancia
psíquica (el alma) puede vivir mejor sin el cuerpo; que el cuerpo es un
estorbo. Recuerda aquella doctrina -común en la antigüedad- de que estamos
encarcelados en nuestro cuerpo.
Aquí querría
recordar una línea del gran poeta inglés Brooke, que dice -con una admirable poesía, pero mala
filosofía, quizá-: “Y, ahí, después de muertos,
tocaremos, ya que no tenemos manos; y veremos, no ya cegados por nuestros ojos”.
Eso es una buena poesía, pero no sé hasta dónde es una buena filosofía. Gustav Spiller, en su admirable tratado de psicología, dice que si
pensamos en otras desventuras del cuerpo, una mutilación, un golpe en la
cabeza, no procuran ningún beneficio al alma. No hay por qué suponer que un
cataclismo del cuerpo sea benéfico para el alma. Sin embargo, Sócrates,
que cree en estas dos realidades, el alma y el cuerpo, arguye que el alma que
está desembarazada del cuerpo podrá dedicarse a pensar.
Esto nos
recuerda aquel mito de Demócrito. Se dice que se
arrancó los ojos en un jardín para pensar, para que el mundo externo no lo
distrajera. Desde luego es falso, pero muy lindo. He aquí una persona que ve el
mundo visual -ese mundo de los siete colores que yo he perdido- como un estorbo
para el pensamiento puro y se arranca los ojos para seguir pensando
tranquilamente. Para nosotros, ahora, esos conceptos del alma y del cuerpo son
sospechosos. Podremos recordar brevemente la historia de la filosofía. Locke dijo que lo único existente son percepciones y
sensaciones, y recuerdos y percepciones sobre esas sensaciones; que la materia
existe y los cinco sentidos nos dan noticias de la materia. Y luego, Berkeley sostiene que la materia es una serie de
percepciones y esas percepciones son inconcebibles sin una conciencia que las
perciba. ¿Qué es el rojo? El rojo depende de nuestros ojos, nuestros
ojos son un sistema de percepciones también. Después llega Hume, quien refuta
ambas hipótesis, destruye el alma y el cuerpo ¿Qué es el alma, sino algo que
percibe, y qué es la materia, sino algo percibido? Si en el mundo se
suprimieran los sustantivos, quedaría reducido a los verbos. Como dice Hume, no
deberíamos decir yo pienso , porque
yo es un sujeto; se debería decir se
piensa de igual forma que decimos llueve.
En ambos verbos tenemos una acción sin sujeto. Cuando
Descartes dijo pienso, luego soy,
tendría que haber dicho: algo piensa, o se piensa, porque yo supone una entidad
y no tenemos derecho a suponerla. Habría que decir: se piensa, luego algo existe.
En cuanto a la
inmortalidad personal veamos qué argumentos hay a favor de ella. Citaremos dos.
Flechner dice que nuestra conciencia, el
hombre, está provisto de una serie de anhelos, apetencias, esperanzas, temores,
que no corresponden a la duración de su vida. Cuando Dante dice: n`el mezzo del cammin de nostra vita, nos recuerda que las Escrituras nos
aconsejaban setenta años de vida. Así, cuando había cumplido treinta y cinco
años, tuvo esa visión. Nosotros, en el curso de nuestros setenta años de vida
(desgraciadamente yo ya he sobrepasado ese límite; ya tengo setenta y ocho)
sentimos cosas que no tienen sentido en esta vida. Fechner piensa en el
embrión, en el cuerpo antes de salir del vientre de la madre. En ese cuerpo hay
piernas que no sirven para nada, brazos, manos, nada de eso tiene sentido; eso
sólo puede tener sentido en una vida ulterior. Debemos pensar que lo mismo
ocurre con nosotros, que estamos llenos de esperanzas, de temores, de
conjeturas, y no precisamos nada de eso para una vida puramente mortal.
Precisamos lo que los animales tienen, y ellos pueden prescindir de todo eso, que
puede ser usado después en otra vida más plena. Es un argumento a favor de la
inmortalidad.
Citaremos al
sumo maestro Santo Tomás de Aquino, quien
nos deja esta sentencia: Intellectus naturaliter desiderat esse semper (La mente espontáneamente desea ser eterna. Ser para
siempre). A lo cual podríamos responder que desea otras cosas también,
desea muchas veces cesar. Tenemos los casos de los suicidas, o nuestro caso
cotidiano de personas que necesitamos dormir, lo cual también es una forma de
muerte. Podemos citar textos poéticos basados en la idea de muerte como
sensación. Por ejemplo, esta copla popular española: “ Ven, muerte tan
escondida / que no te sienta venir / porque el placer de morir / no me torne a
dar la vida”; o ese anónimo sevillano: “Si la confianza vista tú perfecta /
alguna cosa / ¡oh muerte! Ven callada como sueles venir en la saeta / no en la
tonante máquina preñada de fulgor / que no es mi casa / de desdoblada metales
fabricada”. Luego hay una estrofa del poeta francés Leconte de Lisle:
“Libérenlo del tiempo, del número y del espacio y devuélvanle el reposo que le
habían quitado”.
Tenemos muchos
anhelos, entre ellos el de la vida, el de ser para siempre, pero también el de
cesar, además del temor y su reverso: la esperanza. Todas esas cosas pueden
cumplirse sin inmortalidad personal, no precisamos de ella. Yo, personalmente
no la deseo y la temo; para mí sería espantoso saber que voy a continuar, sería
espantoso pensar que voy a seguir siendo Borges. Estoy harto de mí mismo, de mi
nombre, de mi fama y quiero liberarme de todo eso.
Hay una suerte
de componenda que encuentro en Tácito y que fue retomada por Goethe. Tácito, en
su Vida de Agripa, dice: “ No con el
cuerpo mueren las grandes almas”. Tácito creía que la inmortalidad personal era
un don reservado a algunos: que no pertenecía al vulgo, pero que ciertas almas
merecían ser inmortales; que después del Leteo del que habla Sócrates, merecían
recordar quiénes habían sido. Este pensamiento lo retoma Goethe y escribe,
cuando murió su amigo Wieland: “Es horrible suponer que Wieland haya muerto
inexorablemente”. Él no puede pensar que Wieland no siga en algún otro lugar;
cree en la inmortalidad personal de Wieland, no en la de todos. Es la misma
idea de Tácito: Non cum corpore periunt
magnae animae. Tenemos la idea de que la inmortalidad es un privilegio de
algunos pocos, de los grandes. Pero cada uno se juzga grande, cada uno tiende a
pensar que su inmortalidad es necesaria. Yo no creo en eso. Tenemos después
otras inmortalidades que, creo, son las importantes. Vendrían a ser, en primer
término, la conjetura de la transmigración. Esa conjetura está en Pitágoras, en
Platón. Platón veía a la transmigración como una posibilidad. La transmigración
sirve para explicar aventuras y desventuras. Si somos venturosos o desventurosos
en esta vida se debe a una vida anterior; estamos recibiendo castigos o
recompensas. Hay algo que puede ser difícil: si nuestra vida individual, como
creen el hinduísmo y el budísmo, depende de nuestra vida anterior, y esa vida
anterior a su vez depende de otra vida anterior, y así seguimos hasta el
infinito hacia el pasado.
Se ha dicho
que si el tiempo es infinito, el número infinito de vidas hacia el pasado es
una contradicción. Si el número es infinito, ¿cómo una cosa infinita puede
llegar hasta ahora? Pensamos que si un tiempo es infinito, tiene que abarcar
todos los presentes y, en todos los presentes, ¿por qué no este presente, en
Belgrano, en la
Universidad de belgrano, ustedes conmigo, juntos? ¿por qué
no ese tiempo también? Si el tiempo es infinito, en cualquier instante estamos
en el centro del tiempo.
Pascal pensaba
que si el universo es infinito, el universo es una esfera cuya circunferencia está
en todas partes y el centro en ninguna. ¿Por qué no decir que en este momento
tiene tras de si un pasado infinito, un ayer infinito, y por qué no pensar que
este pasado pasa también por este presente? En cualquier momento estamos en el
centro de una línea infinita, en cualquier lugar de centro infinito estamos en
el centro del espacio, ya que el espacio y el tiempo son infinitos.
Los budistas
creen que hemos vivio un número infinito de vidas, infinito en el sentido de
número ilimitado, en el sentido estricto de la palabra, un número sin principio
ni fin, algo así como un número transfinito de las matemáticas modernas de
Kantor. Estamos ahora en un centro -todos los momentos son centros- de este
tiempo infinito. Ahora estamos conversando nosotros , ustedes piensan lo que yo
digo, están aprobándolo y rechazándolo.
La
transmigración nos daría la posibilidad de un alma que transmigra de cuerpo en
cuerpo, en cuerpos humanos y en vegetales. Tenemos aquel poema de Pedro de
Agrigento donde cuenta que reconoció un escudo que había sido suyo durante la
guerra de Troya. Tenemos el poema The
Progress of the Soul (el progreso del alma) de John Donne, ligeramente
posterior a Shakespeare. Donne comienza diciendo: “Canto al progreso del alma
infinita”, y esa alma va pasando de un cuerpo a otro. Plantea que va a escribir
un libro, el cual más allá de la Escritura
Sagrada será superior a todos los libros. Su proyecto era
ambicioso, y aunque no se concretó, incluye versos muy lindos. Empieza por un
alma que tiene su habitación en una manzana, en la fruta, mejor dicho en la
fruta de Adán, la del pecado. Luego está en el vientre de Eva y engendra a Caín
y luego va pasando de cuerpo en cuerpo en cada estrofa (uno de ellos sará el de
Isabel de Inglaterra) y deja el poema inconcluso, ya que Donne cree que el alma
pasa inmortalmente de un cuerpo a otro. En uno de sus prólogos, Donne invoca
los orígenes ilustres y nombra la doctrina de Pitágoras y Platón, acerca de la
trasmigración de las almas. Nombra dos fuentes, la de Pitágoras y la de la
trasmigración de las almas, a la que recurre Sócrates como último argumento.
Es interesante
señalar que Sócrates, en aquella tarde, mientras discutía con sus amigos, no se
quería despedir patéticamente. Echó a su mujer y a sus hijos, quería echar a un
amigo que estaba llorando, quería conversar serenamente; simplemente, seguir
conversando, seguir pensando. El hecho de la muerte personal no lo afectaba. Su
oficio, su hábito era otro: discutir, discutir en forma distinta.
¿Por qué iba a beber la cicuta? No había ninguna
razón.
Dice cosas
curiosas: “Orfeo debió transformarse en un ruiseñor, Agámenon, pastor de los
hombres, en un águila; Ulises, extrañamente, en el más humilde e ignorado de
los hombres”. Sócrates está conversando, la muerte lo irrumpe. La muerte azul
le va subiendo por los pies. Ya ha tomado la cicuta. Le dice a un amigo suyo
que recuerde el voto que le ha hecho a Esculapio, ofrecerle un gallo.Tiene el
sentido de señalar que Esculapio, dios de la medicina, lo ha curado del mal
esencial, la vida. Le debo un gallo a Esculapio me ha curado de la vida, voy a
morir. Es decir, descree de lo que ha dicho antes: el piensa que va a morir
personalmente.
Tenemos otro
texto clásico, De rerum naturae de Lucrecio donde
se niega la inmortalidad personal. El más memorable de los argumentos dados por
Lucrecio es éste: Una persona se queja de que va a morir. Piensa que todo el
porvenir le será negado. Como dijo Victor Hugo: Iré solo en el medio de la
fiesta / nada faltará en el mundo radiante y feliz. En su gran poema, tan
pretencioso como el de Donne ‑De rerum naturae o De rerum dedala naturae (De la
naturaleza intrincada de las cosas)‑, Lucrecio usa
el siguiente argumento: Ustedes se duelen porque les va a faltar todo el
porvenir; piensen, sin embargo, que anteriormente a ustedes hay un tiempo
infinito. Que cuando naciste ‑le dice al lector‑ ya había pasado el momento en
que Cartago y Troya guerreaban por el imperio del mundo. Sin embargo, ya no te
importa, ¿entonces, cómo puede importarte lo que vendrá? Has perdido el infinito pasado, ¿que te importa
perder el infinito futuro? Eso dice el poema de Lucrecio; lástima que yo no sepa bastante latín como para recordar sus hermosos versos, que he leído en estos días con la ayuda de un diccionario. Schopenhauer contestaría ‑y creo que Schopenhauer es la autoridad máxima‑ que la doctrina de la transmigración no es otra cosa que la forma popular de una doctrina distinta, que sería después la doctrina de Shaw y Bergson, la doctrina de una voluntad de vivir. Hay algo que quiere vivir, algo que se abre camino a través de la materia o a pesar de la materia, ese algo es lo que Schopenhauer llama wille (la voluntad), que concibe al mundo como la voluntad de resurrección. Luego vendrá Shaw que habla de the life force (la fuerza vital) y finalmente Bergson que hablará del ‘elan vital’, el ímpetu vital que se manifiesta en todas las cosas, el que crea el universo, el que está en cada uno de nosotros. Está como muerto en los metales, como dormido en los vegetales, como un sueño en los animales; pero en nosotros es consciente de sí mismo. Aquí tendríamos la explicación de lo que cité de Santo Tomás: Intellectus naturaliter desirat esse semper, la inteligencia desea naturalmente ser eterna. Pero ¿de qué modo lo desea? No lo desea de un modo personal, no lo desea en el sentido de Unamuno, que quiere seguir siendo Unamuno; lo desea de un modo general. Nuestro yo es lo menos importante para nosotros. ¿Que significa sentirnos yo? ¿En qué puede diferir el que yo me sienta Borges de que ustedes se sientan A, B o C? En nada, absolutamente. Ese yo es lo que compartimos, es lo que está presente, de una forma o de otra, en todas las criaturas. Entonces podríamos decir que la inmortalidad es necesaria, no la personal pero si esa otra inmortalidad. Por ejemplo, cada vez que alguien quiere a un enemigo, aparece la inmortalidad de Cristo. En ese momento él es Cristo. Cada vez que repetimos un verso de Dante o Shakespeare, somos, de algún modo, aquel instante en que Shakespeare o Dante crearon ese verso. En fin, la inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos. ¿Qué puede importar que esa obra sea olvidada? Yo he dedicado estos ultimos veinte años a la poesía anglosajona, sé muchos poemas anglosajones de memooria. Lo único que no sé es el nombre de los poetas, ¿qué importa eso? ¿Qué importa si yo, al repetir poemas del siglo IX, estoy sintiendo algo que alguien sintió en ese siglo? El está viviendo en mi en ese momento, yo no soy ese muerto. Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No sólo los de nuestra sangre. Desde luego, heredamos cosas de nuestra sangre. Yo sé ‑mi madre me lo dijo‑ que cada vez que repito versos ingleses, los repito con la voz de mi padre. (Mi padre murió en 1938, cuando se dio muerte Lugones.) Cuando yo repito versos de Schiller, mi padre está viviendo en mí. Las otras personas que me han oído a mí, vivirán en mi voz, que es un reflejo de su voz que fue, quizás, un reflejo de la voz de sus mayores. ¿Qué podemos saber nosotros? Es decir, podemos creer en la inmortalidad.
perder el infinito futuro? Eso dice el poema de Lucrecio; lástima que yo no sepa bastante latín como para recordar sus hermosos versos, que he leído en estos días con la ayuda de un diccionario. Schopenhauer contestaría ‑y creo que Schopenhauer es la autoridad máxima‑ que la doctrina de la transmigración no es otra cosa que la forma popular de una doctrina distinta, que sería después la doctrina de Shaw y Bergson, la doctrina de una voluntad de vivir. Hay algo que quiere vivir, algo que se abre camino a través de la materia o a pesar de la materia, ese algo es lo que Schopenhauer llama wille (la voluntad), que concibe al mundo como la voluntad de resurrección. Luego vendrá Shaw que habla de the life force (la fuerza vital) y finalmente Bergson que hablará del ‘elan vital’, el ímpetu vital que se manifiesta en todas las cosas, el que crea el universo, el que está en cada uno de nosotros. Está como muerto en los metales, como dormido en los vegetales, como un sueño en los animales; pero en nosotros es consciente de sí mismo. Aquí tendríamos la explicación de lo que cité de Santo Tomás: Intellectus naturaliter desirat esse semper, la inteligencia desea naturalmente ser eterna. Pero ¿de qué modo lo desea? No lo desea de un modo personal, no lo desea en el sentido de Unamuno, que quiere seguir siendo Unamuno; lo desea de un modo general. Nuestro yo es lo menos importante para nosotros. ¿Que significa sentirnos yo? ¿En qué puede diferir el que yo me sienta Borges de que ustedes se sientan A, B o C? En nada, absolutamente. Ese yo es lo que compartimos, es lo que está presente, de una forma o de otra, en todas las criaturas. Entonces podríamos decir que la inmortalidad es necesaria, no la personal pero si esa otra inmortalidad. Por ejemplo, cada vez que alguien quiere a un enemigo, aparece la inmortalidad de Cristo. En ese momento él es Cristo. Cada vez que repetimos un verso de Dante o Shakespeare, somos, de algún modo, aquel instante en que Shakespeare o Dante crearon ese verso. En fin, la inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos. ¿Qué puede importar que esa obra sea olvidada? Yo he dedicado estos ultimos veinte años a la poesía anglosajona, sé muchos poemas anglosajones de memooria. Lo único que no sé es el nombre de los poetas, ¿qué importa eso? ¿Qué importa si yo, al repetir poemas del siglo IX, estoy sintiendo algo que alguien sintió en ese siglo? El está viviendo en mi en ese momento, yo no soy ese muerto. Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No sólo los de nuestra sangre. Desde luego, heredamos cosas de nuestra sangre. Yo sé ‑mi madre me lo dijo‑ que cada vez que repito versos ingleses, los repito con la voz de mi padre. (Mi padre murió en 1938, cuando se dio muerte Lugones.) Cuando yo repito versos de Schiller, mi padre está viviendo en mí. Las otras personas que me han oído a mí, vivirán en mi voz, que es un reflejo de su voz que fue, quizás, un reflejo de la voz de sus mayores. ¿Qué podemos saber nosotros? Es decir, podemos creer en la inmortalidad.
Cada uno de
nosotros colabora, de un modo u otro, en este mundo. Cada uno de nosotros
quiere que este mundo sea mejor, y si el mundo realmente mejora, eterna
esperanza, si la patria se salva (¿por qué no habrá de salvarse la patria?)
nosotros seremos inmortales en esa salvación, no importa que se sepan nuestros
nombres o no. Eso es mínimo. Lo importante es la inmortalidad. Esa inmortalidad
se logra en las obras, en la memoria que uno deja en los otros. Esa memoria
puede ser nimia, puede ser una frase cualquiera. Por
ejemplo: Fulano de tal, más vale perderlo que encontrarlo. Y no sé quién
inventó esa frase, pero cada vez que la repito yo soy ese hombre. ¿Qué importa
que ese modesto compadrito haya muerto, si vive en mi y en cada uno que repita
esa frase? Lo mismo puede decirse de la música y del lenguaje. El lenguaje es
una creación, viene a ser una especie de inmortalidad. Yo estoy usando la
lengua castellana. ¿Cuántos muertos castellanos están viviendo en mi? No
importa mi opinión, ni mi juicio; no importan los nombres del pasado si
continuamente estamos ayudando al porvenir del mundo, a la inmortalidad, a
nuestra inmortalidad. Esa inmortalidad no tiene por qué ser personal, puede
prescindir del accidente de nombres y apellidos, puede prescindir de nuestra
memoria. ¿Para qué suponer que vamos a seguir en
otra vida con nuestra memoria, como si yo siguiera pensando toda mi vida en mi
infancia, en Palermo, en Adrogué o en Montevideo? ¿Por qué estar siempre
volviendo a eso? Es un recurso literario; yo puedo olvidar todo eso y seguiré
siendo, y todo eso vivirá en mí aunque yo no lo nombre. Quizá lo más
importante es lo que no recordamos de un modo preciso y quizás lo más
importante lo recordarnos de un modo inconsciente. Para concluir, diré que creo en la inmortalidad, no en la
inmortalidad personal, pero si en la cósmica. Seguiremos siendo inmortales; más
allá de nuestra muerte corporal queda nuestra memoria, y más allá de nuestra
memoria quedan nuestros actos, nuestros hechos, nuestras actitudes, toda esa
maravillosa parte de la historia universal, aunque no lo sepamos y es mejor que
no lo sepamos.
5 de
junio de 1978
Jorge Luis Borges.
Jorge Luis Borges.
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